domingo, 5 de noviembre de 2006

Sadam Hussein: Death Man Walking

El Alto Tribunal iraquí dictarà sentencia contra el ex presidente iraquí, Sadam Hussein —derrocado por la invasión estadounidense de marzo de 2003— y probablemente le condene a morir en la horca por la matanza de 148 chiíes en la aldea de Dujail en 1982.
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Mañana sentenciarán a muerte a Sadam Hussein, su destino al menos parece estar resuelto a diferencia de las decenas de iraquíes que mueren y morirán sin estar condenados. No sé como debe ser vivir en Irak en estos momentos pero imagino que no es nada grato. Cuando la muerte, que no suele discriminar, toca irracionalmente nuestra puerta, lo único que cabe esperar es que sea lo menos dolorosa posible. Así, la esperanza se reduce a dejar este mundo sin angustias prolongadas ni agonías tortuosas. Saber que vamos a morir en esas circunstancias, es decir, de la nada, en plena calle, en la mezquita o en casa provoca que uno reflexione sobre lo que el ser humano es capaz de soportar. La tolerancia, como todo en esta vida, tiene un límite, y lo que temo es que estamos sobrepasando los márgenes o descubriendo nuevos horizontes o facetas del horror. No sé tampoco cuanto más pueda aguantar alguien de ese modo ni qué es lo que lo motive a perseverar. Tal vez por mi educación occidentalizada tenga muy en cuenta los límites de lo admisible o inadmisible y sepa cómo reaccionar ante posibles desbordes de lo que considero normal. Tal vez ninguno de nosotros pueda vivir un día si quiera en tales condiciones, librado a la arbitrariedad cotidiana de las bombas y balazos. Tal vez poseamos una concepción distinta del tiempo puesto que vivimos apremiados por los cambios; y allá, en Irak, todo parezca pasar lentamente como si el tiempo tuviera su propia maduración.

Mañana, además de Sadam, otros individuos también serán condenados. Todos ellos anónimos, números simplemente de una estadística macabra que lleva la cuenta de cuántos han caído sin merecerlo. De cuántos son sentenciados diariamente sin proceso. De cuántos ignoran que en este preciso momento se están uniendo los componentes y materiales de la bomba que los volará en miles de pedazos. De aquellos que cuyo trágico sino no lo registra ningún astro. De esos que nadie puede evitar que mueran por qué no se sabe quienes son. De civiles que cruelmente experimentan que vivir tiene un alto riesgo. De personas que forzosamente ajustan el ritmo de sus vidas a Carpe Diem, con la enorme salvedad de que no tienen nada que disfrutar o esperar del día presente.

Mañana se repetirá la misma historia desde que se produjo la invasion. El carnaval sangriento de muertes por doquier e imágenes conmovedoras. Casi todo ya se ha visto desde que comenzó el conflicto. Se hace tan familiar que ni si quiera nos sobrecoge. Mediaticamente parecemos inmunes a las masacres y crisis humanitarias. Como aquello no nos sorprende, se ha convertido una ficción rutinaria, en una banalización del dolor. Estamos cada vez más distantes de nuestras emociones como físicamente lo estamos de Irak. Nuestro espíritu desconoce todo mal que no sea experimentado o propio. Nunca hemos sido tan informados y a la vez tan ajenos a lo que pasa en el mundo. A pesar de no haber fronteras; otras, en cambio, se mantienen inalterables. No son nuevas desde luego pues están instaladas en nosotros desde tiempo inmemorial. No decimos nada original tampoco denunciando la impunidad de la que todos somos cómplices. Impunidad con la cual arreglamos nuestras vidas y evitamos otras complicaciones. Aislarnos no es la mejor solución pues permite mayores impunidades que la nuestra. Al cerrar los ojos o tapar los oídos tácitamente autorizamos que todo pase, "laissez faire, laissez passer". Cuando un derecho como el derecho de protesta no es ejercido cae en desuso y caduca. Del mismo modo sucede con nuestra sensibilidad, ya que cuando dejamos de sentir nuestros sentidos se atrofian y pierden su capacidad de percibir.

Mañana, cuando muera el primer iraquí del día debemos tratar de ejercitar el derecho de sentir sin caer en sentimentalismos. Sólo basta sentirse indignado como si aquel desafortunado hubiese muerto en nuestra puerta. O que aún agonizante exija que solicitemos ayuda. Tal vez todavía nos cueste demasiado hacer este ejercicio imaginario o no tengamos tiempo para ello. No importa, no tenemos que ser tan dramáticos ni llegar a los extremos anteriormente descritos; total, no ha ocurrido ninguna desgracia, pero salir de fuera de casa y hacer como si nada ha pasado lo es.

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