viernes, 16 de febrero de 2007

Holocausto: negando el negacionismo

Particularmente estoy en contra de todo tipo de restricción a la libertad de expresión. Varios siglos y millones de víctimas nos ha costado como humanidad poder expresarnos con alguna libertad. En principio no apoyo a quienes niegan un hecho tan contundente y documentado como el Holocausto, pero sí defiendo su derecho a equivocarse, pues esa es la esencia de aquella prerrogativa. Defender la libertad de expresión implica, en este caso, permitir que el otro yerre para que tenga la posibilidad de aprender de sus errores. Podemos discrepar con alguien aun cuando su posición sea evidentemente insostenible como la de los negacionistas europeos o iraníes, pero no por ello debemos aplicarles condenas que limiten su libertad.

Este derecho es controversial porque su ejercicio siempre estará en el límite de lo tolerable o admisible. De ahí que frecuentemente se ofendan honras, memorias e imágenes públicas con suma facilidad. Ante ello sólo cabe discernir si la conducta del presunto infractor es lesiva o no a la dignidad de la persona.

“Errare humanum est”, reza un viejo proverbio latino atribuido a Marco Tulio Cicerón en su Filípica (12;5). Errar es humano no sólo como atributo de la naturaleza humana, sino también como derecho, pues del error han nacido algunas contribuciones fundamentales como la penicilina y muchos otros inventos. Mediante el ensayo y error hemos arribado como individuos y como género a nuevos estadìos y progresos. Las marchas y contramarchas de la historia generalmente nos han proveído valiosas enseñanzas, aunque no siempre las hayamos aprovechado del todo.

La negación del Holocausto se suma a esa larga cadena de errores pues nos indica que algunos sujetos no han evolucionado (o cambiado) a la par de la especie. Sus motivaciones tendrán, seguramente todas ellas vedadas, impresentables y deslucidas. Tal vez esas actitudes “revisionistas” nos sirvan para probar qué tan fuertes y seguras son nuestras convicciones sobre el Holocausto. Ciertamente algunas veces necesitamos que nos reten, que nos desafíen verdaderamente para saber de qué estamos hechos. Puede que los negacionistas a la larga nos estén haciendo un favor pues así podremos descubrir cuán profundo es nuestro compromiso con la verdad y con la historia.

Dar cabida en el seno de nuestras sociedades a grupos que abiertamente desconocen hechos probados y condenados por la humanidad representada en Nüremberg, estimulan a numerosos colectivos a organizarse entorno a la defensa de la verdad histórica. No hay por qué preocuparnos, pues hace más de medio siglo se estableció un sistema de protección universal que inspiró la Corte Penal Internacional de La Haya. Alejando con ello no sólo el temor de la impunidad, sino el del olvido.

Es saludable que en el día en que se conmemora el Holocausto, la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) adoptara una resolución que condena sin reservas cualquier negación del Holocausto. Es justo expresar malestar o disconformidad cuando proliferan expresiones negacionistas; sin embargo, pretender instaurar “verdades oficiales”, es decir, de “Estado”, puede resultar aún peor o contraproducente, pues en vez de acallar las voces negacionistas puede lograrse el efecto indeseado.

Últimamente Alemania viene presionando a los demás países de Europa a adoptar una legislación antinegacionista. Este esfuerzo fue complementado con la resolución refrendada ayer por más de cien países en la sede de la ONU. El Estado moderno más que un censor de las opiniones debe ser un garante de las libertades. Ese, el de censurar, sencillamente no es su rol porque ejemplos negativos de este tipo sobran, sobre todo en la actualidad, cuando la negación del genocidio armenio goza de esa misma condición, es decir, de “verdad de Estado” y por ello algunos ciudadanos turcos están siendo procesados o van a la cárcel. Hecho por el que el periodista Hrant Dink fue recientemente asesinado. Lo mismo sucede para el caso de lo ocurrido en la plaza Tiananmen en 1989, que es considerado inexistente en los registros oficiales chinos.

Claro que los dos casos mencionados se diferencian porque los negacionistas son dos Estados y no individuos. Pero de todas maneras ilustran un poco de adónde se quiere llegar si terminamos prohibiendo lo esencial, es decir, la libertad de expresión. La intolerancia estatal, y en algunos casos, social, no sólo es característica de naciones orientales, sino también de algunas que podemos considerar plenamente insertadas en Occidente como Japón. Así, el Premio Nobel de Literatura, Kenzaburo Oe, por denunciar los terribles crímenes de los ejércitos de su país durante las invasiones de la Península de Corea y Manchuria (China), fue objeto de ataques por parte de extremistas nacionalistas nipones. Al respecto, el escritor turco Orhan Pamuk, último ganador del Premio Nobel de Literatura, señaló que “la intolerancia mostrada por el Estado ruso hacia los chechenos y otras minorías, así como hacia los grupos de derechos civiles, los ataques contra la libertad de expresión por parte de los nacionalistas hindúes en la India y la discreta limpieza étnica de los uigures que lleva a cabo por China son campañas alimentadas por las mismas contradicciones”.

Estas prácticas también se manifestaron durante los albores de la guerra contra el terrorismo internacional en EE UU, pues en un inicio era inconcebible disentir con el Gobierno federal en torno a la estrategia asumida. Los extremos cuidados que en un momento llevaron a aprobar la “Ley Patriota”, hoy en día vulneran muchas de las libertades que la Constitución de Estados Unidos reconoce a sus ciudadanos.

El peligro que invoca la Unión Europea (UE) “al castigar con cárcel a académicos turcos por afirmar la muerte de 30. 00o kurdos y un millón de armenios”, según el artículo 301º del Código Penal turco, por “insultos a la identidad nacional”, es que “deja en manos de los tribunales cuál es el límite de la libertad de expresión”. Y ese es precisamente el peligro, que sea el propio Estado el que determine sobre qué se puede hablar y sobre qué no. Ahí subyace nuestra preocupación pues sancionar opiniones con una pena, equivale, como en otro tiempo, a ser condenado por negar a Dios.

Si se llegan a aprobar en nuestros textos legales artículos que contemplen la cárcel para individuos que nieguen el Holocausto, habría que empezar por reformar nada más y nada menos que la Primera Enmienda de la Constitución Norteamericana, que asegura que “El Congreso no impondrá obstáculos a la libertad de expresión o de la prensa”. Dicho anexo data de 1791.

Algunos historiadores italianos, entre ellos Ernesto Galli della Loggia, Paul Ginsborg y Franco Cardini, sostienen que una prohibición de ese tipo debe descartarse porque "Se ofrece a los negacionistas (...) la posibilidad de erigirse en paladines de la libertad de expresión". La impopularidad de una medida semejante puede incentivar publicaciones clandestinas y justificar, de algún modo, la causa de quienes desconocen el Holocausto. Ciertamente mejor noticia no podían esperar que la represión de sus ideas.

Prohibir el negacionismo es como vetar el alcohol, las drogas o el tabaco en nuestras sociedades. Una adicción generalmente se refuerza cuando se la prohíbe, ya que el riesgo suele ser un elemento asociado al incremento de su consumo. La sensación de peligro aparejada a la del vicio puede ser un cóctel mortífero y más letal, en este caso, que la propia adicción.

Con la sanción penal se deja sin vías de escape públicas al descontento de los movimientos negacionistas, haciendo que sus actividades se tornen cada vez más secretas. Dice el teórico de la guerra chino SunTzu: “mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca”. Por ello es mejor tenerlos al descubierto y ubicables pues así se les podría vigilar mejor. Los temores aumentarán cuando estos grupos pasen a la clandestinidad y desde ahí planeen atentados o reivindicaciones. Lo contrario sucede cuando salen a la luz, esto es, cuando encuentran espacios en la arena pública.

Un ejemplo de esto se dio cuando el M-19, movimiento insurgente colombiano, incursionò en política, abandonando al poco tiempo la lucha armada y sus tácticas guerrilleras. Lo mismo puede suceder (y está sucediendo) con Hamas, pues al convertirse en un actor político - y no sólo paramilitar- se verá sujeto a las presiones, pedidos y demandas que suelen exigirse a todo Gobierno. A la larga, su negativa a reconocer a Israel como Estado irá disminuyendo pues las necesidades de alcanzar la paz serán cada vez mayores. De momento, ese partido y brazo armado se ve forzado conformar un Gobierno de unidad con Al Fatah (de cara a reforzar la posición palestina en la mesa de negociaciones). La propia OLP de Yasser Arafat que antaño atacaba a Israel terminó por acordar con éste históricos acuerdos de paz.

Nadie pide que se olvide lo cruel que fue el siglo XX, uno de los más violentos de la historia. Dos guerras mundiales consumieron no menos de 70 millones de vidas, contando muertos en combate, privaciones de retaguardia, y asesinatos en masa, y a ello hay que sumar la Guerra Civil Española, Corea, Vietnam, Camboya, las incontables matanzas africanas, y el guerrillerismo de América Latina. Unos 100 millones de muertos sería un cálculo conservador. Y, aun así, es el siglo en el que el ciudadano, al menos en Occidente, ha comenzado a contar con una auténtica cobertura social, una seguridad jurídica y una vinculación profesional estable para atender a sus necesidades básicas.

El odio racial sólo puede ser atisbado si nos mantenemos vigilantes. Tarea que se dificulta cuando se obliga a estos grupos negacionistas a esconderse o restringir sus actividades. Hoy existen medios informáticos que permiten de alguna manera la continuación de sus operaciones. El Ku Klux Klan, por ejemplo, que desapareció de escena -aunque no del todo- antes del auge de Internet, tuvo una percepción negativa cuando su sobreexposición mediática, a raíz de su participación en procesos de índole racial en EE UU a mediados de los 80, sirvió para desacreditar a este movimiento ya que su discurso decimonónico contradecía la mayorìa de valores que el resto de la sociedad estadounidense quería proyectar.

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