lunes, 2 de noviembre de 2009

La noche perdida Bayly



POR CESAR REYNA


Desde que salió de la residencia campestre de una pareja de amigos en Cieneguilla notó que al auto que manejaba no le respondía de la misma manera. El motor del BMW ultimo modelo producía sonidos extraños para una máquina nueva y eficiente. El afamado conductor comenzó a poner en duda la calidad de la tecnología alemana cuando advirtió fallas en el sistema eléctrico. Unas luces se encendían y apagaban para anunciarle el desperfecto en medio de la nada. La carretera estaba desierta. El hombre estaba completamente solo. Pensaba regresar a su departamento frente al Golf en menos de 40 minutos. Estaba agotado a pesar de haber descansado durante el fin de semana. La mayor parte del tiempo estuvo mirando a los hijos de sus amigos jugando cerca de la piscina y tomando aperitivos. Se protegió de la luz solar con sus gafas negras y un sombrero Panamá. No pensaba en nada en especial mientras sostenía su trago y cerraba sus ojos. Buscaba paz y mucho silencio antes de volver a Lima para grabar sus próximos programas y viajar a Bogotá para hacer lo mismo. Aprovecharía al máximo esos días para relajarse un poco antes de reanudar su rutinario ritmo de vida.


Las cosas parecían marchar bien ya que los nuevos antidepresivos que tomaba no afectaban su trabajo ni su escritura. Aunque al principio sintió algunos desajustes producto de los efectos secundarios de la nueva medicación y de los reacomodos que provocaba en su organismo. Con el tiempo fue mejorando hasta el punto de que la vida ya no le parecía tan despreciable. Ya no odiaba pasar varios minutos maquillándose antes de ingresar al set de televisión ni decía tantas barbaridades que ofendían a un determinado sector de su audiencia. Sus atropellos verbales habían disminuido pero no su irreverencia ni locuacidad, las que lo habían convertido en una estrella de la pantalla chica. Ya no mencionaba las erecciones que no tenía ni tocaba el trasero de algunos rollizos invitados. Sus impulsos parecían estar domesticados por los nuevos fármacos que tomaba.


Pero esa noche, un domingo por la noche, perdió el control porque estaba aterrado. Si bien odiaba a los demás, no podía estar solo, al menos no por mucho tiempo porque era adicto a la adulación pública y a las atenciones de su productora y sus secretarias. No pudo pensar con claridad ya que, pese a tener el celular en sus manos, demoró casi un cuarto de hora en pedir auxilio a la compañía de seguros. Cuando se percató de que bastaría una llamada para solucionar sus problemas arrinconó a su desamparo. La señal no era buena por los cerros de la zona, pero aún así pudo escuchar que un encargado tomaba nota de su problema. “No se preocupe señor, pronto lo asistiremos”, le expresó un empleado que atendía ese tipo de percances. Le aseguraron que en menos de veinte minutos, por ser un cliente VIP, remolcarían su auto y lo trasladarían a su domicilio. Sólo le quedaba esperar a un costado de una vía poco iluminada. Durante esos minutos intentó comunicarse con su productora, su hermano y su ex esposa sin éxito. Creía que si hablaba con alguien conocido no pensaría en las cosas malas que podrían pasarle. Imaginaba que sería blanco ideal para ladrones avezados y pobladores marginales que habitan en las dunas. Sus temores crecían a medida que transcurrían los segundos. No ver nada, ni si quiera a vehículos de pasajeros o carros particulares, lo hizo temblar más que el frío que recorría sus huesos.


Estuvo con un pie dentro del coche y otro afuera para correr en caso fuera necesario. Las sombras que se proyectaban sobre las faldas de las colinas lo asustaban tanto como las historias que le contaban para que tomara la sopa de niño. Los ruidos de la noche también lo espantaban, especialmente los de algunas aves que cambiaban su posición en las ramas. Los aleteos huecos y el viento lo devolvían a una época en la que caminaba drogado por las playas de Florida. Deseaba tener un poco de coca en sus bolsillos pero ya no consumía. Había dejado el vicio cuando le detectaron problemas cardiacos. Aun sabiendo que no iba a encontrar nada buscó en sus ropas, sus maletines y la guantera esperando encontrar un gramo de polvo blanco o un huiro a la mitad. Un gramo lo hubiera calmado por un rato mientras llegaba la ayuda.


Con sus manos sobre el techo del BMW maldijo al concesionario que lo había hecho poseedor del flamante auto que estrenó ese mes. Ni bien llegara a Lima pensaba hablar pestes de la compañía y de la tecnología germana. Seguramente diría que la fábrica BMW seguía siendo nazi y que por fallas como ésa Hitler perdió la guerra. “¡Malditos alemanes hijos de puta!”, expresó a un lado del camino.


El silencio de la carretera lo desesperaba. Ya no sabía de cuantas formas acomodarse el cabello y su famoso cerquillo. Limpió sus lentes una y otra vez porque no tenía nada que hacer así como sus uñas. En el asiento de copiloto había una gorra de béisbol de los Mets, el New York Times y el Miami Herald de ese día y su humectante para manos. El estertor de un motor le anunció la presencia de una vieja coaster. El sonido era perfectamente reconocible pues es muy común en la capital. Las potentes luces, las únicas además de su BMW estacionado, aminoraron su pesar ya que ya no se sentía solo. El vehículo se aproximó lentamente y se detuvo frente a él. En seguida la chirriante puerta se abrió. El cobrador le dijo: “Habla, ¿vas?”; pero no respondió. “Sobrado se cree ese huevón”, dijo el conductor de la coaster. “Cierra nomás”, le ordenó al cobrador y avanzaron.


Después de casi una hora en el mismo sitio y sin noticias de ningún tipo, la estrella mediática pensó en lo idiota que había sido al despreciar a la combi que lo hubiera sacado de ese descampado. Se prometió, pese a su descontento inicial, que subiría a la siguiente combi así tuviera que ir parado o rodeado de mamachas y gallinas. A esa hora los carros iban casi vacios por ser domingo. No esperaba viajar de pie durante todo el trayecto pues las coaster son relativamente espaciosas. Sólo temía que alguien lo reconociera y le pidiera algo más que su autógrafo como su reloj de oro, su pluma dorada, su polo Lacoste, la Mac donde escribía sus bestsellers o las tarjetas de platino de su billetera. Dejar abandonado el BMW no le importaba porque estaba asegurado y odiaba profundamente a la marca. Si por él fuera hubiera desmantelado el sedán con sus propias para facilitarle la labor a los rematadores de autopartes.


Por fortuna pasó una coaster semivacía pues contó seis pasajeros. El chofer del vehículo iba a pasar de largo; pero se las ingenió para llamar su atención tocando la bocina del BMW. “Maestro, casi me deja botado en el camino”, le dijo al chofer cuando subió. Éste no le respondió porque estaba agotado –parecía que había tomado-. El paso de la inercia inicial al movimiento casi arroja al suelo a la figura televisiva. El hombre estuvo a punto de darse un tremendo porrazo que lo hubiera desmayado. Ninguno de los pasajeros dijo nada porque la mitad estaba durmiendo y el resto tenía la mirada perdida. Estos últimos no tenían ninguna expresión en el rostro. Parecían estatuas de cera; de seres humanos sólo tenían la forma. En su programa la estrella hubiera puesto el grito en el cielo por haber sido desestabilizado en plena marcha, pero no tenía agallas para reclamarle aireadamente al conductor. Calló porque era conveniente; no quería quedar varado en medio de la nada.


El ímpetu que exhibía desde la silla de su set quedó reducido al silencio. Su boca había sido circuncidada por él mismo porque estaba solo y muerto de miedo. Encontrarse en otro “mundo”, donde regían otras reglas, y donde necesitaba el auxilio de terceros, lo ponía en clara desventaja. Él esperaba que ese pequeño percance nunca se supiera. Su ego no soportaba reprimir su incontinencia verbal. Sabía perfectamente lo que quería transmitirle al chofer abusivo y neardenthal que lo transportaba. Pero si abría la boca, y le decía sus tres o cuatro verdades, sería echado por el cobrador y por el propio chofer, quienes tenían cara de prontuariados.


Lejos de buscar pleito se ensimismó, renunciando así al elemento que lo había hecho tan controversial y polémico. Antes de tomar asiento limpió la superficie con un fino pañuelo y roció un poco de colonia para matar algunos bichos. Tanto asco sentía por viajar de esa manera que cubrió su nariz al percibir malos olores en la parte posterior, donde finalmente se ubicó. Olía a orines fermentados y oxido. Había grasa en una porción importante del suelo y huellas de zapatos. Cuando ingresó a la coaster se puso la gorra de los Mets para no ser reconocido y los lentes ahumados que tenía en el bolsillo de su camisa. El episodio le pareció digno de ser narrado en un artículo periodístico porque representaba toda una aventura para él.


Durante el viaje trató de disimular su amaneramiento y refinamiento tan peculiares adoptando las poses de los otros pasajeros, que para ese momento ya dormían con el cuello bailando de lado a lado. Se hizo el dormido pese a no tener sueño. No pretendía dormir mientras estuviera en esa combi pues creía que le podían hurtar sigilosamente la billetera u otras prendas de valor. Sabía que esas cosas sucedían dentro de las combis. De no haber mayores inconvenientes pensaba descansar cuando llegaran a la Javier Prado. Vislumbrar algo de civilización lo hubiera calmado tras el mal rato que pasó saliendo de Cieneguilla.


Cuando creyó que era buen momento para cerrar los ojos –cuando vio la Javier Prado- y olvidarse de sus recientes problemas una turba tomó por asalto la coaster. La reclamó en nombre de la “U” y de la barra “El Aguante Crema”. El líder de la pandilla hizo subir a todos sus secuaces, quienes comenzaron a gritar y desestabilizar el vehículo con sus saltos. Una adolescente de unos 13 años, que se encontraba en la parte posterior, bajó inmediatamente, no sin antes ser manoseada por los barristas. “¡Qué rico potito tienes!”, le decían a la aterrada muchachita, quien caminaba con dificultad para salvar su honor. La niña, en efecto, había desarrollado una linda figura, la cual desató las bajas pasiones de la mancha de desadaptados sociales. La tocaron hasta que pudo descender de la coaster. Recibió pellizcos, arañones y jalones. De no haberlo hecho pronto hubiera sido violada por esos sujetos.


Todo eso sucedió bajo la incrédula mirada de la estrella de televisión. El hombre asustado fingió dormir –al igual que algunos animales cuando se hacen los muertos- para pasar desapercibido o no representar una amenaza para sus atacantes. Pero su manera de vestir no encajaba con lo que uno esperaría encontrar en una combi a altas horas de la noche. En pocos segundos el reconocido conductor fue rodeado por los integrantes de la barra. Se aproximaron como hienas en busca de algo que pudieran tomar para costear sus vicios. Lo cercaron y le exigieron que se quitara las gafas, cosa que hizo en el acto, sin llegar a verlos porque agachó su cabeza. El miedo lo había encogido. Sus “boloñas”, de las que tanto hablaba en televisión, se habían achicado y adquirido la textura de las pasas. Era puro nervio pues reaccionaba con temor a penas lo rozaban o le decían algo muy cerca. “Chochera, como que te has equivocado”, le dijo el jefe de la banda. “El causa se quinceado, seguro se hueveó y se equivocó de combi, ¿no?”, se preguntó otro sujeto con tajos en los antebrazos y un par de tatuajes del Ejército. “Aguanta - dijo uno, el más grande de todos- este no es el Jaime Bayly”. “Si pe, on -le confirmó un chiquillo que estaba a su lado-. Es Baylys”. “Puta mate, ¡no lo puedo creer!”, dijo el líder. “A ver, tráiganse una cámara para tomarnos una foto con Baylys, pe”, solicitó el cabecilla. “Nadie tiene jefe”, dijo uno del fondo que cojeaba y tenía una cicatriz en la cara. “Tons pídele, pero por favor, a uno de los pasajeros si te puede prestar una y al toque se la devolvemos”. “Ya, el Cuajinais tiene una, la que le quitó a la chibola”, manifestó un gordo que quería ascender dentro del grupo. “¡¿Asi que eres pendejo?! - intervino el jefe, dirigiéndose al Cuajinais- todo lo que conseguimos es pa la barra, par de huevones”. Con la cámara digital en mano, los integrantes del clan merengue se tomaron varias fotos con Bayly, a quien abrazaron como si fuera uno más. Todos llegaron a posar a su lado e hicieron bromas mientras uno de ellos operaba la cámara. Luego le exigieron a Bayly una colaboración “voluntaria” para la barra, pero no tenía con qué pagar ya que no cargaba efectivo. Entonces, para no dejar en ascuas a los hinchas cremas, se despojó gentilmente de su reloj, su gorro de los Mets, su polo Lacoste, su correa Dolce & Gabbana, sus zapatillas Addidas, su pluma dorada y su teléfono celular.


Después lo hicieron ranear un poco con el carro en movimiento. Obedecía a las órdenes sin chistar ni pensar siquiera en contradecirlas. No objetó que le dijeran marica o le tocaran el culo cuando se descuidaba. Quiso comprar su libertad yendo a un cajero a retirar una fuerte suma de dinero, pero la barra quería divertirse un rato más con él. Bayly, además de desprenderse de sus posesiones, cantó espontáneamente los cánticos y gritos de guerra de la “U” y llamó cagones de los de Alianza. Los hinchas lo abrazaron y decían que era crema de corazón y que debía escribir algo en homenaje a la “U”. Bayly, en medio de su desesperación, intentó hablar de manera callejera para expresarse en sus términos pero no pudo. Le faltaba calle y recorrer los bajos fondos para hacerlo. Después jaló la coca que le ofrecieron para perder el miedo y bailó desaforadamente, hundiendo el piso de latón del vehículo. Parecía un hincha más. Pero en el momento en que la coaster se detuvo aprovechó para bajarse. No pidió permiso a la barra, simplemente atropelló a todos los que estaban en su camino. La adrenalina que fluía por sus venas lo envalentonó. Luego se perdió por barrios que nunca había visitado, dando rienda suelta a su locura. Vagó y se desvistió del tronco para arriba en un parque. Habló con borrachos, pisó vidrios, caca de perros y se tropezó en un basural. Estuvo perdido durante varias horas. Un taxista que veía su programa lo encontró en la calle hablando incoherencia y media sobre el fin del mundo. Supo donde vivía porque lo único que tenía, además de su calzoncillo y sus medias, era su documento de identidad. En su departamento se revisó y halló moretones en sus piernas. El cuerpo le dolía y la cabeza estaba a punto de estallarle. Olía a alcohol barato y su sudor estaba mezclado con sudor ajeno. No recordaba lo que había hecho la noche anterior, salvo la hora a la que la mucama, con visible gesto de desagrado, le abrió la puerta de la casa.

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