viernes, 16 de febrero de 2007

El eje àrabe-israelì

Existe en estos momentos en Medio Oriente una alianza tácita entre dos países que podría desembocar en mayores conflictos. No me refiero a la del Gobierno libanés de Siniora con Israel o a la de Egipto y Arabia Saudita contra Irán, sino a la de la cuna del Islam (Arabia) con Israel. La naturaleza de esta unión no declarada se basa en que ambos Estados enfrentan un enemigo común: Irán, y el fundamentalismo chiíta que éste patrocina. En otro tiempo sería impensable admitir este tipo de pactos, pero dadas las nuevas circunstancias políticas de la región, cualquier otra alternativa resulta buena si con ello se evita el desborde de movimientos radicales.

Esta alianza es, naturalmente, de doble filo, pues si sale a la luz o queda más evidenciada puede alimentar la predica incendiaria de quienes reclaman liberar los lugares santos del Islam de las amenazas occidentales y sionistas. El bloque formado por Israel, Egipto, Arabia Saudita y Jordania está condenado a no revelar y profundizar demasiado sus lazos, ya que los regímenes que los gobiernan pueden ser tenidos por traidores de la causa panárabe que tiene como emblema el conflicto palestino-israelí.

La creciente influencia de Irán ha obligado a estos países árabes a unir esfuerzos y cooperar con Israel en la lucha contra el radicalismo que chiíta que pretende desestabilizar sus sistemas políticos. Esta controversial relación puede incluso desencadenar mayores niveles de violencia interna, ya que a medida que crece el vínculo, aumentará también los peligros que se ciernen sobre él.

La relación entre Arabia e Israel quedó de alguna forma corroborada cuando el primero condenó el ataque de la milicia Hezbollah (financiada por Irán) sobre territorio israelí. Siendo “el Partido de Dios” una organización chiíta extremista, Arabia consideró que su presencia supone un tentáculo más del régimen de Teherán, cuyo objetivo consiste en disputar con la mayor petromonarquía árabe, la supremacía sobre la región. Por si fuera poco, se sabe de contactos sostenidos entre las comunidades de inteligencia de ambos países, así como de sus representantes políticos.

A esta condena contra Hezbollah también se sumaron Jordania y Egipto, haciendo de este hecho un hito único en la historia de Oriente Medio ya que ninguno de estos Estados se había manifestado a favor de respaldar la posición israelí. Los líderes de esos países responsabilizaron al jeque Hassan Nasrallah de incentivar el desconcierto entre naciones vecinas. Además, el reino saudita convocó a sus clérigos wahabíes a emitir fatuas condenando a Hezbollah como una organización de herejes y cismáticos chiíes.

En la realidad cotidiana este enfrentamiento entre Chiítas y sunnitas se protagoniza en las ciudades iraquíes, y cada país apoya naturalmente al grupo cuya confesión resulta afín. Así, en el caso de Arabia tenemos muy claro que esa petronación coopera con la minoría sunita e Irán hace lo propio respaldando a los milicianos y clérigos chiíes. Prácticamente se podría decir que esos dos países viven una especie de “Guerra Fría” en Iraq, cuya situación puede replicarse con igual o mayor intensidad en los demás países del Golfo.

Otro dato que marca las profundas distancias entre chiíes y suníes, adormecidas por años, es la negativa de Arabia a recibir a un enviado especial del presidente iraní, Mahmoud Ahmanidejad, para dialogar sobre su programa nuclear y el conflicto iraquí, entre otros temas. Arabia de momento centra sus esfuerzos en recuperar el sitial perdido a manos de Irán en el problema palestino. Ahora Riad se muestra abierto a ejercer un papel mucho más preponderante y protagónico en el arreglo entre las facciones de Hamas y Al Fatah.

Por otra parte, la exclusión de la participación iraní en el conflicto más antiguo de la región (el palestino), no ha impedido que Arabia tenga que aceptar la mediación iraní en el caso libanés. Dada la impotencia o la falta de voluntad política de los líderes libaneses para poner fin a la crisis que padece el país, las potencias regionales han tomado cartas en el asunto. Arabia Saudita, fiel aliado del Gobierno prooccidental de Fuad Siniora, e Irán, firme apoyo de Hezbollah, negocian desde hace semanas cómo frenar la creciente violencia en el país de los cedros.

El movimiento fundamentalista chií Hezbollah exige un Gobierno de unidad nacional en el que disponga de capacidad de veto y el Ejecutivo rechaza de plano esa reclamación. La situación es tan delicada que los consejeros de Seguridad Nacional de Irán y Arabia Saudita -feroces rivales por alzarse con la hegemonía en el mundo musulmán- se han reunido en las capitales de ambos países días atrás para intentar impedir que la deriva violenta que padece Líbano desemboque en una conflagración fratricida como la que desangró el país entre 1975 y 1990.

El petróleo es otro de los elementos que mantiene vivas estas disputas. Los suníes están preocupados de que el poder petrolero de los chiítas incremente sus ambiciones desestabilizadoras. Los principales yacimientos de este recurso energético se ubican en Irán, Iraq y en la parte oriental de Arabia, donde residen los musulmanes de tendencia chií.

La constitución de una Liga Árabe sunnita antichií carecerá de legitimidad (aceptación popular) ya que muchos musulmanes pueden ver esto, o ser conducidos a verlo (por diversos medios propagandísticos), que occidente busca enfrentarlos y debilitarlos en extenuantes guerras fraticidas. Está claro que los regímenes sunnitas que apoyan la estrategia del departamento de Estado norteamericano de “aislar políticamente a Irán”, están poniendo en peligro sus liderazgos tanto nacionales como regionales toda vez que las percepciones mayoritarias indican que Hezbollah, Hamas e Irán son ejemplos de resistencia islámica frente a Occidente.

Arabia, por su parte, es tan intolerante como Irán en algunas cuestiones, es más, hasta es probable que lo sea en mucho mayor grado ya que a diferencia de ese país y las demás naciones del Golfo, es reacia a implementar reformas de corte democrático. A las voces disidentes –que claman por aperturas y libertades- generalmente se las censura y encarcela. Así, resulta difícilmente creíble para cualquier musulmán que EE UU tenga intenciones democráticas para la región. El crimen de los que critican a la casa de los al-Saud consiste en exigir una constitución, es decir, que Arabia se convierta en una monarquía constitucional. Ni siquiera piden la abolición de la dinastía que gobierna aquel país desde su creación; sino gozar de los mismos derechos que las demás petromonarquías árabes y emiratos están reconociendo a sus súbditos.

Ante el cerco que representan los movimientos radicales chiítas y los reformistas (que cada vez ganan más adeptos), Arabia ha optado por endurecer su posición y combatir cualquier expresión disconforme. La amenaza de Teherán sólo ha aumentado la negativa de los Saud al cambio. Sin escape visible, con esta reacción Riad no está dejando otro camino que el de la violencia a los reformadores. Ante esta circunstancia podrían incluso aceptar la colaboración de grupos wahabíes ligados a Al Qaeda para derrocar a la irreflexiva monarquía saudita.

Desde que el príncipe Abdallah propusiera a Israel normalizar relaciones si éste se retiraba de los territorios ocupados en 2002, a la reciente alianza no confesada entre ambos, han existido muchos periodos de confrontación.

Esta conjugación de intereses comunes (confrontar a Irán de manera conjunta) puede hacerle perder a la larga el rol de defensor de los palestinos, papel sobre el que se asienta gran parte de su legitimidad en el mundo árabe. Ello haría que Irán tenga el camino libre y las puertas abiertas para convertirse en el verdadero abanderado de la causa palestina, erigiéndose como la nación más importante de la zona.

El resurgimiento de la vertiente chiíta del Islam se produjo con la Revolución Iraní de 1979 y con la reciente invasión de Iraq en el 2003. En ambos acontecimientos las manifestaciones de repudio estaban y están dirigidas a un occidente encarnado por EE UU. La ocupación norteamericana ha generado el desequilibrio que ahora apreciamos pues incrementó la beligerancia retórica y militar de Teherán (que elevó la apuesta al pretender desarrollar su propia capacidad nuclear). Para desazón de Arabia y los demás países sunnitas, su mayor aliado occidental desencadenó las preocupaciones y padecimientos que ahora viven, las que ponen en entredicho sus respectivas estabilidades políticas.

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