miércoles, 28 de marzo de 2007

La Unión Europea celebra su 50 aniversario

Los cincuenta años de la Unión Europea no pueden celebrarse de la mejor forma ya que con las bodas de oro llega de la mano el liderazgo de la UE en materia de derechos humanos y democracia. Tras cinco décadas resulta evidente que la Europa de los 27 es el único referente político válido a la hora de hablar de prácticas progresistas y democráticas.

El haber desplazado a Estados Unidos como modelo de desarrollo (económico, pluralista y social) es un ciertamente un logro, pero ha contado con la complicidad de una nefasta Administración republicana afincada en la Casa Blanca.

Las diferencias entre EE UU y la UE saltan a la vista en materia de inmigración, respeto de los derechos de los procesados por terrorismo y seguridad social, por dar unos cuantos ejemplos para hacer notar que no sólo el Océano Atlántico separa ambos extremos de Occidente.

Aún queda mucho por camino por recorrer (en Europa), pero lo alcanzado hasta ahora es suficiente como para tener la seguridad de que todo lo que se edifique se construirá sobre sólidas bases. Así, la paz entre las naciones (Alemania y Francia, principalmente), a través de acuerdos económicos y energéticos, posibilitó lo que es hoy en día un paradigma para futuras integraciones regionales en América Latina, África y Asia.

Europa también representó, por otro lado, la primera línea de batalla contra los totalitarismos de izquierda y de derecha, es decir, contra el comunismo soviético y las dictaduras conservadoras u ortodoxas en España, Grecia y Portugal. El triunfo del modelo democrático europeo, basado en el respeto de la dignidad humana y en el estado de bienestar, propinó una derrota no sólo material, sino ideológica a regímenes contrarios a la libertad.

Lejos de ser el continente convulsionado de antaño, Europa ha ido erigiéndose sigilosamente en uno de los destinos laborales más atractivos. Pese a todos sus problemas, la imagen que proyecta el Viejo Continente es positiva pues millones de inmigrantes de todas las latitudes valoran los progresos alcanzados.

Por si fuera poco, la integración europea favoreció el desarrollo de varios países, entre estos a España, ya que fueron alcanzando metas y patrones de crecimiento progresivo hasta su plena inserción en la UE, esto es, tuvieron una orientación política y económica, un norte si se quiere, que fue respaldado con ayudas financieras a cambio del cumplimiento de ambiciosos objetivos como la estabilidad fiscal, reducción del desempleo, cobertura sanitaria, educación gratuita, etc.

Las positivas transformaciones en España, Grecia y Portugal servirán de ejemplo para tratar de nivelar en el menor plazo posible a las deterioradas economías de los nuevos miembros de Europa del Este. La inclusión de los países del ex bloque soviético genera aún muchas dudas y anticuerpos entre los europeos de naciones más avanzadas por las constantes presiones migratorias. La solución en algunos casos ha consistido en imponer cuotas laborales para evitar la constitución de mafias y flujos ilegales de inmigrantes.

Si bien este malestar es comprensible, la mejor calidad de vida que se ofrece en la parte central y oeste del continente es fiel reflejo de que las cosas se han estado haciendo bien.

Gracias a las metas alcanzadas, hoy un europeo joven puede pasearse por 13 países de la UE sin mostrar el pasaporte (acuerdo Schengen), puede comprar y vender bienes y servicios utilizando una moneda única en 13 países (el euro), puede realizar estudios universitarios en cualquier país de la unión apoyado por atractivas becas (Erasmus), en general está cubierto por un buen seguro de salud válido en todo el territorio de la Unión Europea y ahorra para una jubilación sin sobresaltos.

En el fondo, el europeo común y corriente no se queja tanto de su situación de vida actual pero sí de lo que, supuestamente, le depara el futuro. Se queja por adelantado porque observa con espanto que las fábricas se desplazan lejos en busca de mano de obra barata, ve a los inmigrantes llegar por millares y ocupar sus puestos de trabajo, la amenaza terrorista le aterra y, para colmo, a diario le advierten que si no apaga la luz y usa menos el coche, será cómplice del deterioro irreversible del medio ambiente. En una reacción casi animal ese europeo asustadizo se repliega sobre sí mismo, sobre la plaza de su pueblo y su bandera nacional.

Pero, paradójicamente, para emprender una lucha efectiva contra el terrorismo y el crimen organizado, para reducir la dependencia energética y combatir el calentamiento del planeta, para canalizar la inmigración y, en general, para afrontar los desafíos de la globalización, a los europeos solo les salvará apostar por más Europa.

Otra posible interpretación que explica el descontento parcial con la Unión Europea (un 44% de los encuestados lo reveló así en Alemania, Francia, Italia y España al Financial Times), tal vez provenga de la adopción del euro. Esto porque muchas empresas europeas se sienten económicamente frágiles al tener una moneda fuerte que resta competitividad a sus productos.

Para cualquier exportador una alta cotización de la divisa local implica mayores contratiempos ya que percibe sus ingresos en otras monedas de menor valoración, lo que a la larga afecta su flujo de caja y el pago de sus obligaciones.

Una consecuencia desagradable, además de encarecer la producción local, es que los puestos de trabajo terminan trasladándose a otras zonas donde los costos son menores. Como la rentabilidad y la maximización del beneficio mandan a la hora de de producir, resulta lógico hacerlo en lugares donde se aprecie alguna ventaja comparativa.

Paralelamente, al tener una moneda fuerte, se incentiva la migración foránea (legal o ilegal) porque Europa paga mayores salarios que los que un trabajador puede obtener en su lugar de procedencia.

Otro problema que repercute en la vida diaria de los europeos son los sobrecostos laborales y la baja productividad per capita o promedio. La ausencia de una política laboral flexible, similar a la norteamericana, ha debilitado el atractivo de Europa (para los inversionistas) respecto a otras plazas y mercados mundiales.

De otro lado, la no aprobación de la Constitución Europea en Francia y Holanda, dos de los miembros fundadores de la Unión, fue, indudablemente, un duro revés que todavía puede ser subsanado. De ratificarse el texto constitucional paneuropeo, sería el instrumento internacional más importante en materia de integración y pluralismo, o la materialización más próxima a los principios e ideales de la Carta de Naciones Unidas.

Su eventual aceptación marcaría un antes y un después no sólo en Europa (por consolidar su proyecto político), sino para el resto del mundo, que verá expectante un nuevo rediseño de las alianzas y estrategias globales. Darle una Constitución a Europa, así como la Asamblea se la dio a Francia en 1791, será uno de los máximos hitos de la historia mundial, capaz de definir por sí sola el carácter y el espíritu de una época.

No será para nada sencillo el camino para conseguir su aprobación toda vez que existen corrientes divergentes en torno al papel de la Unión Europea. Para algunos países, encabezados por el Reino Unido y secundado por los ex integrantes de la Cortina de Hierro (de Europa del Este), la UE se concibe como una mera unión económica y se niegan a ceder más prerrogativas a un poder supranacional en detrimento de los estados nacionales.

Por contra, en el otro extremo se ubican los países defensores de una visión integradora que se sienten cómodos al encaminarse a una unión cada vez más política que incluya más materias sociales.

Más Europa es la solución para los problemas de Europa. Unidos todos los países de la unión conforman una potencia económica inigualable al totalizar 10,3 billones de euros como PBI, muy por encima de los Estados Unidos y China con 9,3 y 3,4, respectivamente. Además, esta conjugación de fuerzas por si misma le otorga a Europa la posibilidad de ser un actor internacional de peso. Por si solos el Reino Unido, Francia o Alemania son incapaces de hacer sentir su voz en el escenario internacional. En lo deportivo queda evidenciado que “la unión hace la fuerza” para el caso europeo, ya que si se suman todas las medallas obtenidas por los miembros de la UE en la última olimpiada, se consigue 183 preseas más que EE UU, que ocupó el primer lugar en dicho evento.

Europa, como se dijo más adelante, no sólo se encamina hacia el liderazgo en lo referente a los derechos humanos y la defensa de la democracia, sino también hacia lo que se vislumbra como uno de los principales problemas del milenio: el del calentamiento global. Al respecto, la UE ya adoptó medidas concretas de cara a reducir el consumo de energías contaminantes y aumentar la demanda por las renovables. Esto quedó confirmado tras la pasada reunión de jefes de gobierno de la UE en la que se acordó elevar el consumo de electricidad generada por energías renovables como la eólica, solar y biomasas. Tras el encuentro, el aumentó paso a ser del orden de 20% cuando antes de la medida bordeaba el 6,5%.

Ahora más que nunca la UE debe aprovechar el vacío dejado por EE UU en diversas áreas de interés y alcance global (como el medio ambiente, los derechos humanos, etc.). Ya que nadie olvida que la desunión europea facilitó el unilateralismo estadounidense que condujo al desastre en Iraq. Por eso es que Europa, mientras tenga un protagonismo geopolítico firme, debe ser el contrapeso ideal ante cualquier intento de desequilibrio en el balance de poder.

Su rol podría ser de mediador en los principales conflictos internacionales y más cuando el papel norteamericano ha venido dejando mucho que desear, además de resultar poco confiable para algunos interlocutores como los palestinos, los iraníes, los iraquíes, etc.

Es probable que los acontecimientos mundiales empujen a los ahora contrarios a una plena integración política hacia Europa, es decir, a encontrar un espacio o plataforma desde la cual puedan proteger sus intereses nacionales. El crecimiento desmedido de China e India, y los problemas del suministro energético ruso, entre otros, son indicadores de que sólo unida Europa puede lograr sus metas y asegurar su posicionamiento internacional.

El paso inmediato, por el momento, consiste en cerrar la brecha que se cierne sobre el futuro, en otras palabras, definir el estatus de la unión a la brevedad para darle continuidad política. Esto se traduce en establecer un horizonte, un rumbo para encaminar los principales objetivos de la UE.

Hasta ahora, la estrategia adoptada por Angela Merkel para consolidar la UE parece ser funcionalista, es decir, la de construir la casa europea poco a poco, a través de pequeños acuerdos económicos. Esto bajo la teoría del Comisario de Planeamiento, Jean Monnet, quien apostó, ante la imposibilidad de la unión política en una primera fase, por proyectos menores que vayan generando confianza entre sus miembros.

La clave para alcanzar el propósito de Merkel está en las próximas elecciones francesas del 22 de abril pues de su resultado dependerá si encontrará en Francia a su compañero o compañera en esta agotadora marcha hacia la integración.

Entonces, se está apostando por hacer filtrar o pasar el texto constitucional por etapas sin que se lo mencione. Hans-Gert Pöttering, presidente del Parlamento Europeo, fue más claro al señalar que “Nosotros queremos que la sustancia del Tratado Constitucional, incluyendo nuestros valores comunes, esté en vigor antes de las elecciones europeas de junio de 2009".

Los principales aliados de la canciller alemana hasta el momento son España e Italia. Romano Prodi, primer ministro italiano, advirtió la necesidad "de alcanzar un acuerdo antes de las elecciones europeas de 2009, de lo contrario Europa sufriría una importante pérdida de credibilidad". Por su parte, Jose luis Rodríguez Zapatero, jefe de gobierno español, abogó para que el nuevo Tratado mantuviera la máxima similitud con el texto aprobado. Zapatero manifestó que su deseo era que "el Tratado tenga dimensión constitucional, que garantice un funcionamiento eficaz de las instituciones europeas y que mantenga los valores democráticos".

La Declaración de Berlín, firmada con ocasión del 50 aniversario del Tratado de Roma, que permitió el establecimiento de la UE, fue propuesta por la actual presidenta rotativa del bloque, la canciller alemana, Angela Merkel, para que las reformas que son necesarias (para la UE) puedan avanzar y para que ésta desempeñe un papel más importante en la arena internacional.

"Nosotros, los ciudadanos de Europa, nos hemos unido para mejor", dice el documento, luego de contrastar las épocas anteriores, de guerras y divisiones en el continente, con los tiempos de paz desde la formación de la UE.La declaración no incluye ninguna mención explícita de los temas más contenciosos de la unión: la constitución y la posibilidad de aceptar como miembros a Turquía y a las naciones balcánicas.

El primer ministro de Holanda, Jan Peter Balkenende, señaló que era mejor evitar la palabra "constitución". "Es una declaración muy buena y lo que necesitamos ahora es un cambio de tratados", dijo.

En ese sentido, la Declaración de Berlín apunta a darle una salida a la crisis continental que supuso la negativa de Francia y Holanda a la Constitución Europea en el 2005. A pesar de que ambos países integraron el sexteto original (Francia, Bélgica, Alemania, Luxemburgo, Holanda e Italia) que dio vida al Tratado de Roma de 1957, que creó la Comunidad Económica Europea (CEE), antecesora de la actual Unión Europea.

Hoy, las palabras de Konrad Adenauer con las que inició su discurso tras la firma del Tratado son más vigentes que nunca: "No queremos dormirnos en los laureles por adelantado, son demasiadas las tareas que tenemos por delante. Pero quiero manifestar la alegría de poder dar este gran paso para la unidad de Europa que conlleva la firma de ambos tratados, porque esta alegría es compartida por millones y millones de personas de nuestros pueblos, que en este momentos nos acompañan con sus pensamientos".

Por su parte, José Manuel Durão Barroso, actual presidente de la Comisión Europea, es optimista respecto al futuro de la unión: “Pienso que Europa no debe tener miedo del siglo que comienza, porque tenemos mucho éxito en el marco de la globalización. Uniéndonos, con toda nuestra diversidad, sobre la base de un enfoque multilateral, demostramos que ya ahora estamos preparados para un mundo en el que todos estarán conectados con todos. No pienso que Europa esté destinada a fracasar. Por el contrario, disponemos de recursos para abordar exitosamente las tareas que nos plantea el siglo XXI.”

La inmigración ilegal, uno de los temas tocados por la Declaración de Berlín, fue abordada respetando las libertades y los derechos ciudadanos. Además, el documento aprobado considera que nunca más se dejará una puerta abierta al racismo, lo cual indica que las políticas migratorias comunes se valdrán de ciertos principios sin descuidar las necesidades locales, es decir, la cantidad de inmigrantes que puede incorporar un país a su economía.

Este asunto es particularmente fundamental porque Europa necesita atraer mano de obra calificada y talentos para diversos oficios, en especial en el campo informático. También por razones de envejecimiento poblacional es necesario alentar y permitir corrientes migratorias que renueven la demografía de una Europa demasiado madura.

Esta “crisis” que vive Europa es una de muchas que ya ha superado. Al respecto, Jean Monnet comentó lo siguiente en sus memorias: "Siempre he creído que Europa se forja en las crisis y que Europa es la suma de las soluciones que se encuentran a dichas crisis". Así, tras los sucesos de la Segunda Guerra Mundial, la mayor debacle continental, se forjó una alianza entre Alemania y Francia, otrora rivales en la gran conflagración bélica. Posteriormente, Robert Schuman, ministro francés de exteriores, elaboró en 1950 las bases para que una nueva guerra con Alemania “no sólo sea impensable, sino también materialmente imposible”, al regular, a través de un tratado, el comercio y abastecimiento del carbón y del acero, dos de los principales insumos de toda industria armamentista, por lo menos en ese tiempo.

Tras la colocación de la piedra angular, la paz definitiva entre Alemania y Francia, la integración europea fue avanzando muy lentamente.

Sin embargo, otra crisis (internacional esta vez), despertó interés por desarrollar el uso pacifico de la energía atómica. Eso sucedió en 1957, año en el que se dio vida a la Comunidad Económica Europea y el que fundó la Comunidad Atómica Europea, EURATOM. Para dar ese trascendental paso fue necesario que Europa cobrara consciencia de su creciente dependencia petrolera que por esa década bordeaba el 25% de su consumo energético.

Así, cuando Nasser, el presidente egipcio, resolvió la nacionalización del Canal de Suez en 1956, según el historiador Georg Kreis, “Europa se hizo plenamente consciente de su fragilidad energética”.

En cuanto a las ambiciosas metas que persigue Europa como la política exterior común, afrontar los retos de la globalización, del medio ambiente, etc., Jürgen Habermas, el filósofo alemán más importante desde Hegel, pone las cosas en su sitio al manifestar que “(…) la UE primero debe poner un poco de orden en su propia casa, para poder seguir siendo gobernable y obtener la capacidad de acción política necesaria, antes de poder ponerse objetivos tan pretenciosos. Sobre todo no nos deberíamos hacer ilusiones al respecto de qué es lo que realmente hace fracasar una profundización de las instituciones”.

Pero Habermas no es tan pesimista como proyectan sus declaraciones ya que considera que “en la mayoría de los países continentales seguimos teniendo mayorías silenciosas a favor de la profundización de la Unión. El motivo más profundo para la paralización de la dinámica de unificación más bien está en que diferentes gobiernos relacionan con la Unión diferentes objetivos”.

En parte es así, inclusive dentro de cada europeo hay posiciones no definidas y encontradas en torno a la UE.

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