lunes, 2 de abril de 2007

Benedicto XVI y las trampas de la fe

La modernidad o posmodernidad bien pueden ser llamada como la Edad Media del cristianismo ¿La razón? Es la orientación de una sociedad que se aproxima a hacer posible el bien sin tener un Dios de por medio. La “muerte de Dios” se producirá cuando su representante en la Tierra, la Iglesia, deje de intervenir paulatinamente sobre lo público.

Ahora, este deicidio no tiene implicancias metafísicas, sino reales, es decir, que los valores heredados de la cristiandad no desaparecerán, pero sí muy probablemente, la autoridad que encarna la Iglesia Católica como entidad rectora de la ética.

En ese orden cosas, asistimos a una apertura de la interpretación individual de la fe y no guiada o dirigida por un clero que viene perdiendo su liderazgo y su prestigio. Esa es la única vía que puede salvar al cristianismo de la vorágine de los tiempos, pero principalmente de la obstinación de una dirigencia eclesial que responde a los cambios endureciendo sus posiciones.

La libertad en occidente está en peligro, y no únicamente por grupos terroristas u organizaciones criminales, sino por instituciones que para hacer valer sus preceptos abogan por derogar algunas de las máximas conquistas de nuestra sociedad. Así, la “libertad es entendida como un ideal” pues sólo “mientras está amenazada se convierte en algo que aspiramos alcanzar”, explica el filósofo Isaiah Berlin.

Para Berlin, la lucha por la libertad está plagada de intentos de individuos por suprimir el poder que, “poseído o utilizado por algún otro individuo o grupo de personas, los limita para llevar a cabo sus propios deseos”. “Y el partido de la libertad, al contrario de quienes desean mantener algún tipo particular de autoridad -la de un monarca, la Iglesia, la aristocracia hereditaria, una compañía comercial, una asamblea soberana, un dictador, a veces disfrazados de agencias impersonales ("el Estado", "la ley", "la nación"), pero de hecho siempre conformadas por individuos, vivos o muertos-, está compuesto por personas que se oponen a una forma de restricción existente o en ciernes”, continua Berlin.

Sólo mientras nos damos cuenta de su necesidad es que advertimos que “la libertad es una mera garantía contra la interferencia” y la necesidad “de tener garantías sólo se siente donde existe la conciencia de esos peligros, para evitar aquello que los promueve”, concluye el también historiador alemán.

El autor de “Ideas Políticas” nos dice también que la libertad es un medio porque permite la realización de ciertas condiciones. Sin ella careceríamos de oportunidades reales para determinar el rumbo de nuestras vidas. En definitiva, “el hombre necesita (libertad) a fin de asegurar la vida y oportunidades idóneas de felicidad; o para ser capaz de poseer una propiedad, o para pensar y hablar como lo desee, o para obtener empleo, o para participar en la vida política y social de su comunidad”.

Esta noción de libertad está indiscutiblemente ligada a la de progreso. Al respecto, la mejor definición de este último término pertenece al fallecido profesor de Harvard, Stephen Jay Gould, y lo es por desvincular el interés de la idea de progreso en la evolución de los seres vivos.

Para Gould los seres vivos más simples y más antiguos son, todavía hoy, los que mejor se adaptan a las condiciones más variadas y extremas del planeta: las bacterias. ¿Progreso? ¿Para qué necesitamos un concepto tan antropocéntrico y tan cargado culturalmente? Tal es la opinión de la mayor parte de los biólogos. Sin embargo, la relevancia científica, social, económica y política del término es tan colosal que quizá sea pronto para reconocer nuestro fracaso y echar la culpa a la palabra.

¿Qué es el progreso? En este caso, el antropocentrismo no es una postura metodológica, pero sí, y por una vez, una buena pista. Una definición de progreso parte de dos conceptos previos, según Gould: la individualidad viva (organismo, sociedad, población...) y la incertidumbre de su entorno (donde viven el resto de las individualidades). He aquí una sugerencia inspirada en la termodinámica del no equilibrio: "Una individualidad progresa cuando gana independencia respecto de la incertidumbre de su entorno".

Entonces, puede inferirse que el ser humano es más libre de su entorno o medio cuando gana independencia. Para eliminar la incertidumbre que le rodea necesita entonces conocimiento. “Conoceréis la verdad y series libres” dice el Evangelio, “pero no toda verdad es libertadora porque a veces terminamos encadenados a ella” complementa un colega norteamericano.
Libertad y progreso están relacionados porque el primer concepto posibilita los logros que se derivan del segundo. “Sólo en libertad el hombre puede progresar” se diría comúnmente pero el vínculo no se agota ahí, sino que el prerrequisito de la libertad es la referencia habitual desde la cual medir todo progreso.

Estas nociones, ahora en peligro, forman parte de las bases sobre las que se asienta la civilización occidental. Por ello es menester defenderlas con conocimiento y activismo. En este sentido, es necesario prevenir las usurpaciones específicas que viene propugnando la región.

Ser libres, en el sentido en que lo afirma Mill, es no estar obstruido dentro de ciertos límites precisamente establecidos, o más o menos concebidos con vaguedad. La libertad no es una palabra que denote un fin humano, sino un término para designar la ausencia de obstáculos -en particular, obstáculos que resultan de la acción humana para la realización de cualesquiera fines que los hombres pueden perseguir.

En estos términos, la denuncia y crítica a la Iglesia se hace cuando ésta también atraviesa por innumerables dificultades. En el pasado, la irrupción de la modernidad debilitó su capacidad de dar respuestas convincentes a las interrogantes sobre el mundo. Lo que a la larga la llevó a apostar, como en el presente, por mayor dogmatismo e intolerancia. “Los cambios que sucedieron a nivel científico e intelectual en Europa erosionaron seriamente la credibilidad del mensaje cristiano, y la autoridad moral y ascendencia espiritual de las distintas Iglesias”, reseña Don Miguel de Unamuno, el conocido autor de “Niebla”.

Las consecuencias de este gran enfrentamiento entre el intelectualismo liberal y científico con los postulados ortodoxos condujo al Concilio Vaticano I (1869-1870) en el que se reafirmó la infabilidad del Papa sobre las cuestiones de la fe.

Desde esa época la Iglesia trató de afrontar los desafíos que implicaban reconciliar la doctrina cristiana con la ciencia moderna. En vez de oponerse radicalmente, algunos sectores consideraron necesario establecer una nueva relación entre fe y razón, luego del desestabilizador arribo del iluminismo en el siglo XVIII.

Los padres de la Iglesia, en particular Agustín de Hipona, fueron los grandes pensadores cristianos en advertir la conveniencia de relacionar fe y razón. La preferencia por los neoplatónicos del segundo lo llevó considerar que la razón y la fe no se oponen, sino que su relación es de colaboración.

Las reflexiones hechas es ese difuso campo de intersección fue revivida en el discurso de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona, que reafirma que el acercamiento entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego, fue recíproco. Es decir, que ambos fueron voluntariamente a su encuentro cuando en realidad lo que hizo la teología fue apropiarse y desnaturalizar el pensamiento helénico.

La manipulación de las ideas filosóficas de la antigüedad (que fueron virtualmente ultrajadas) sirvió para “racionalizar” los postulados de una fe, esto es, hacerlos más creíbles a los fieles al dotarlos de cierta apariencia de cientificidad y razón. Nunca hubo tal encuentro como el descrito por el Papa, sino que la religión utilizó las escuelas clásicas para encontrar vías racionales de justificación.

Se sabe bien que el propio San Agustín adaptó los escritos latinos y platónicos. Así, del principio de causalidad aristoteliano ("Todo lo que se mueve se mueve por otro") explica el problema del origen de las cosas, diciendo que Dios creó todo de la nada. La creación, para el escritor de “Confesiones”, ha tenido lugar en el tiempo. Dios crea de la nada y crea según razones eternas (ideas ejemplares existentes en la mente Divina).

Pero recurrir al principio de causalidad no puede ser de utilidad porque dicho principio está vinculado a la idea de causalidad que pertenece al espacio-tiempo. Y no tiene sentido aplicar la noción de causalidad a un suceso que es previo a la aparición del espacio-tiempo, según la Teoría de la Relatividad y la Física Cuántica. El gran astrofísico Stephen Hawking lo resume de la siguiente manera: "Siendo el universo internamente consistente y autocontenido, su existencia no requiere nada exterior a él, no precisa ser puesto en marcha por nadie".

No estamos sugiriendo que Dios no exista, sino que la razón y la ciencia no tienen nada que decir sobre la religión. Cualquier intento de introducir a la divinidad desde la Ciencia está condenado al fracaso. Ahora bien, por la misma razón, cualquier intento de negar a la divinidad desde la Ciencia también es inútil. Ateísmo y teísmo remiten a un mismo tipo de racionalismo chato. Carecen de sensibilidad metafísica, la que hacía decir a Chuang-tzu que "al Tao no se lo puede expresar ni con palabras ni con silencio".

De este modo, traficar con la razón para demostrar a Dios, como pretende Benedicto XVI, es totalmente contraproducente. Si San Juan en el principio de su Evangelio señaló que antes de todo existía el “logos”. Esta afirmación (del logos) significa dos cosas como refiere el Papa: “palabra” y “razón”, que el pontífice utiliza en su segundo significado por obvias razones, valga la redundancia. Es decir, que la “razón” (que San Juan y Ratzinger identifican con Dios) pasa a ser un elemento a través del cual “la fe bíblica alcanza su meta” y “encuentran su síntesis”.

“En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista”, recalca Benedicto XVI con la intención de forzar un encuentro recíproco entre “el mensaje bíblico y el pensamiento griego” como si este último se enriqueciera cuando el primero hace mal uso de sus explicaciones.
En realidad, la originalidad papal es muy burda y recurre al principio de razón suficiente que se basa en la verdad o inteligibilidad del ser. Así, el “ego sum qui sum” o “yo soy el que soy”, o “yo soy”, simplemente revela a Dios y lo “distingue del conjunto de las divinidades con múltiples nombres”. Ese “ser de la divinidad” o “revelación” es suficiente para el Papa para afirmar no sólo su existencia, sino una iluminación tal que hace inteligible su conocimiento.

Al revelarse en la zarza ardiente a Moisés y mucho antes a otros patriarcas, Dios funde en su ser las nociones de “verdad” y “razón”. De ese modo la explicación de los misterios del mundo no sólo estaría completa, sino que sería la única posible y la “razón” no tendría otras vías de escape o caminos que los de la identidad con Dios.

Para Benedicto XVI, “En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fundido con la fe, Manuel II podía decir: No actuar "con el logos" es contrario a la naturaleza de Dios”.

Dios ya no sólo es “amor”, sino “razón” para el ex director de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Toda esta fundamentación en estos tiempos tiene el viejo propósito de convencer y persuadir. Es decir, de tergiversar los hechos y los racionamientos para lograr una mejor asimilación del cristianismo con el presente. O, dicho de otro modo, para defender la “fe” de los métodos científicos y racionales que prescinden del mensaje cristiano por ser incompatible (o no necesario, más bien) con la explicación que hacen de los fenómenos.

El polémico discurso pronunciado por el Papa en Ratisbona es muy claro en sus objetivos al señalar que el encuentro entre fe y razón tiene su “fin y huella histórica en Europa”. La intención es la de advertir “que Europa no es Europa sin el cristianismo o si deja de ser cristiana”. Es como si el Viejo Continente fuera no sólo depositario (o heredero) de una larga y valiosa tradición judeocristiana, sino de su exclusivad patrimonial.

La noción patrimonialista bajo la que concibe el primado de la Iglesia Católica a un continente mayormente laico es por demás alarmante. Ello explica en gran medida el por qué de muchas de sus últimas y desacertadas actuaciones.

Los peligros que encierra el estudio del Discurso de Ratisbona sobre el secularismo, que causó un gran revuelo con Islam al calificarlo de violento (de convertir por la fuerza), a través de una referencia al emperador Manuel Paleólogo II, son inconmensurables si se los compara con los entredichos entre dos de las religiones del “Libro”.

Es preciso advertir que el racionamiento papal intenta justificar la necesidad de su religión como rectora de la moral. Ni la ciencia ni la razón común (libre de condicionamientos religiosos) son capaces de responder a las inquietudes fundamentales de la existencia de ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?, etc.

“El sujeto”, menciona el pontífice, “basándose en su experiencia, decide lo que considera sostenible en el ámbito religioso, y la "conciencia" subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética”.

“Sin embargo”, continua Benedicto XVI, “de este modo la ética y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal. La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y la razón, patologías que necesariamente deben explotar cuando la razón se reduce hasta tal punto que las cuestiones de la religión y la ética ya no le interesan”.

Pero Ratzinger convenientemente desconoce que existen ejemplos de que una ética no religiosa es capaz formar comunidad y un orden dentro de ella. Tal vez el nombre de Confucio (551 AC – 479 DC) no le suene mucho al Papa. A manera de resumen, el filósofo chino estableció con éxito una ética laica en China mucho antes del cristianismo, ya que diversos emperadores, principalmente de la dinastía Han, se inspiraron en la obra de este pensador para organizar la sociedad china.

El orden que trajo a su nación perdura hasta ahora y es responsable de ejercer una influencia en diversos ámbitos de la vida de los chinos (como la familia, el trabajo y la política).
A continuación se reseña algunas ideas extraídas de “Los Cuatro Libros” de Confucio y una selección de notas de Joaquín Pérez Arroyo.

En su sistema filosófico no se discute las cuestiones ontológicas (del ser) ni las metafísicas propias de una religión, sino las soluciones prácticas a los problemas de la existencia individual y social. “Confucio, que no era monoteísta, pues creía en el culto a los antepasados y diferentes poderes escasamente antropomorfizados, crea una teoría moral y política que no habla de espíritus o cómo es el cielo pues su sistema trata de lo que intenta conocer y transformar: el mundo”.

Se podría decir que creó una “religión cívica” (caracterizada por su tolerancia hacia otros cultos y despreocupada por las cuestiones sobrenaturales). Lo importante para Confucio era la armonía que debe existir en los diferentes niveles de la vida y entre éstos.

En ese sentido, “cualquier referencia al Cielo, indica que es un poder superior, pero no está ni personalizado, ni claramente separado del mundo. No es algo meramente pasivo, puesto que de él vienen acciones y mandatos, pero en ningún momento se deduce que sea un Dios al estilo judeocristiano, es decir, único, creador del universo y providente”.

“El culto que Confucio rendía a los antepasados implicaba una creencia en la supervivencia de las almas o espíritus capaces de castigar y proteger a sus descendientes”.

Para Confucio, “el hombre debe estar en armonía con el cosmos, lo que supone estar de acuerdo con lo ordenado por el Cielo. Con este fin, el hombre debe trabajar para autoperfeccionarse, lo que conseguirá por medio de la instropeccion”, algo similar al “conócete a ti mismo" del Oráculo de Delfos. Esto se denomina “mirar hacia dentro” o “volverse hacia dentro”. “El estudio o autoexamen permitirá que el hombre pueda conocer los deseos del Cielo. Este conocimiento le servirá para desarrollar su Li, que es un concepto con el que se identifica la corrección, la etiqueta, las buenas formas interiorizadas y no simplemente externas y aprendidas, sino identificadas con el propio yo que ya forman parte de él”.

Otra idea destacable es la de hombre superior, que posee una superioridad moral que no está relacionada con el estrato social de la persona. “El hombre superior confuciano es educado y justo, posea la virtud como algo inherente a su naturaleza y permanece siempre en el Justo Medio (noción de moderación en todo, hasta en lo bueno)”.

“La misión del hombre superior es dirigir y orientar a la sociedad, es decir, a los demás hombres que no alcanzan su perfección. Este punto es de capital importancia, ya que este pensamiento tuvo éxito insospechado y una proyección brillantísima en la China posterior hasta el punto de que la peculiar burocracia que se creó y consolidó a través de las diferentes dinastías llegó a identificarse totalmente con esta idea, lo que dio lugar a un elevado espíritu de servicio en las buenas épocas”.

“El confucionismo se trata entonces de una doctrina que interviene en una sociedad a la que pretende dirigir a altas cotas de organización y moralidad. Confucio sólo ve al hombre realizado en tanto que como ser social ocupa un puesto y desempeña una función”.

Toda la estructura de la sociedad confuciana reposaba en la familia, que era el modelo inicial sobre el que se construía el Estado. Lejos de ser nuclear y reducida como en occidente; “se trataba de un verdadero clan, muchos de cuyos miembros vivían bajo el mismo techo, reconocían un antepasado común y conservaban vínculos con otros grupos del mismo origen por encima de la distancia y de las generaciones”. La extensión de la familia china hacia que esta fuera una especie de mini reino o unidad de poder a la que “son aplicables la jerarquización, el protocolo y los métodos de gobierno”. El Estado podía verse como una gran familia o reunión de éstas en el que se reproducían casi las mismas obligaciones morales y deberes.

Como ámbito de la socialización primaria, la familia servía para que el hombre pudiera ensayar y mejorar sus capacidades intelectuales y morales. De esta forma el hombre superior se inicia en la familia y “difícilmente podrá gobernar un Estado quien no sea capaz de gobernar primero su propia familia”.

“La jerarquía confuciana en la familia no es obstáculo para que el hombre de estratos inferiores pudiera alcanzar la perfección. La compleja graduación entre padre, madre, hijo mayor, hijo menor respondía al anhelo confuciano de de fijar el puesto de cada uno”. Pero no impedía la posibilidad escalar en el pirámide social.

La sociedad ideada por Confucio “no pretendía preservar la decadente sociedad feudal del siglo V a.C. Para los confucianos, los hombres son todos básicamente iguales, con independencia del lugar y posición en los que hayan podido nacer; pero esto no quiere decir que puedan mantenerse iguales porque ni es posible ni deseable para el buen funcionamiento social. Lo ideal sería que todos los individuos alcanzaran la perfección necesaria para llegar a ser hombres superiores, pero la realidad objetiva es que éstos son una minoría, mientras que los hombres vulgares son una gran mayoría”.

Bajo este sistema, era posible romper con los condicionamientos de los orígenes mediante la superación individual. “Si el hombre era verdaderamente virtuoso, debería poder alcanzar los puestos de mayor importancia y responsabilidad. Esta doctrina contradice los principios de cualquier feudalismo y atacaba entonces a la base de la sociedad en la que los confucianos se desenvolvían, puesto que, en un mundo de nobles caballeros, la herencia, el poder y la sangre eran los valores máximos, y no la virtud”.

El resultado de esto era un “Estado rico y bien gobernado” ya que las familias eran creadoras de buenos individuos. El hombre bajo estos conceptos podía no solo conocerse, sino mejorarse a sí mismo. El hombre nace neutro (sin conocimiento del contenido moral y de su función dentro de la sociedad), es decir, sin mancha ni pecado ya que tiene que descubrir la verdad. El máximo deber consistía en hacer de nuestra vida lo mejor que podamos de ella para el bien de la sociedad.

Concluida esta parte, resulta evidente que la constitución de un Estado laico independiente de toda influencia religiosa en plausible en la medida se nutre de fuentes profanas. En la actualidad, “las formas las formas religiosas de pensamiento y las formas religiosas de vida quedan sustituidas por equivalentes racionales, y en todo caso por equivalentes que resultan superiores” conforme a la lectura que hace Jürgen Habermas de “secularización” en “el sentido jurídico de una transferencia coercitiva de los bienes de la Iglesia al poder secular del Estado”. “Por eso”, dice Habermas, “ese significado ha podido entonces transferirse al surgimiento de la modernidad cultural y social en conjunto”.

En el discurso de Jürgen Habermas en la Pauslkirche de Frankfurt el día 14 de Octubre de 2001, sobre fe y saber, el filósofo alemán establece claramente el papel que debe desempeñar toda religión en el seno de una sociedad “postsecular”. A decir del gran pensador de nuestro tiempo, “(…) Desde el punto de vista del Estado liberal sólo merecen el calificativo de “racionales” aquellas comunidades religiosas que por propia convicción hacen renuncia a la exposición violenta de sus propias verdades de fe. Y esa convicción se debe a una triple reflexión de los creyentes acerca de su posición en una sociedad pluralista”. “La conciencia religiosa en primer lugar tiene que elaborar cognitivamente su encuentro con otras confesiones y con otras religiones. En segundo lugar, tiene que acomodarse a la autoridad de las ciencias que son las que tienen el monopolio social del saber mundano. Y finalmente, tiene que ajustarse a las premisas de un Estado constitucional, el cual se funda en una moral profana. Sin este empujón en lo tocante a reflexión, los monoteísmos no tienen más remedio que desarrollar un potencial destructivo en sociedades modernizadas sin miramientos”.

Habermas advierte perfectamente los males que puede ocasionar una fe que no sabe ubicarse o encontrar su posición dentro de la comunidad. De ahí que sea sumamente preocupante la actual postura de la Iglesia, ya que Ratzinger sostiene “que la fuerza del catolicismo no radica en el diálogo ni en la tolerancia, sino en la convicción”, y que por tanto resultan "innegociables" cuestiones como la defensa de la vida humana, la familia, la indisolubilidad del matrimonio, el celibato sacerdotal, así como el repudio del aborto, el divorcio y las uniones entre homosexuales.

Esto entra en contradicción con lo expuesto por el pontífice hace un par de meses en Ratisbona pues en aquel discurso expuso la necesidad de “escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad”, así como mantener “el diálogo entre las culturas”. Toda la supuesta apertura del discurso queda oscurecida con el Sacramentum Caritatis dado a conocer hace unas semanas.

El diálogo que pretende entre fe y razón, al estar anulada la oposición entre ambos, implica una verdadera sujeción del segundo concepto al primero. En ese orden de ideas, nada resulta más contundente que la posición antidemocrática de la Iglesia en palabras del propio Papa.

Este desdén por el diálogo y la tolerancia, dos de las principales características de toda sociedad secular, expuestas por el Vaticano, no dejan lugar a la duda ni a interpretaciones benignas. Lo que quiso decir la Iglesia refleja efectivamente lo que piensa y siente desde hace siglos. Sus pretensiones por anular la libertad y otros derechos no soy muy distintas de las esbozadas por otros totalitarismos partidarios o ideológicos.

Ratzinger también olvida que “quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia (como los fueros inquisitorios del pasado) ni a las amenazas (de excomunión a los fieles que se oponen a introducir medidas antiprogresistas)”.

Si bien Occidente, particularmente Europa, es heredero de una “trinidad” conformada por la filosofía griega (que supuso el paso del mito y la magia a la razón, y con ella a la ciencia, la democracia, la enseñanza), el derecho romano (elemento distintivo de Occidente y regulador de conductas humanas) y el cristianismo (como base moral de todo orden), ese pasado religioso no puede condicionar el futuro y menos pretender anquilosarse.

Condenar a la modernidad y atribuirle hechos como la irrupción del nazismo o del comunismo refleja una miopía que el actual pontífice comparte con su antecesor.

Fiodor Dostoievski dijo: “Si dios no existe, todo está permitido”. Frase con la que comulgan en el Vaticano para acusar, o más bien atribuir al nihilismo muchos de los problemas y crisis que enfrentamos. Pero esta máxima no debe entenderse de esa forma sino como una posibilidad de determinar por nosotros mismos lo que nos está permitido hacer. Al final de cuentas implica asumir la responsabilidad de nuestras vidas y del destino que tome.

El laicismo de nuestro tiempo no tiene porque ser irreligioso y violentamente anticlerical como ocurrió durante la Revolución Francesa, sino abierto y tolerante. Es en el seno de una sociedad secular donde mejor pueden coexistir las diversas comunidades religiosas porque a todas y cada una de ellas se les permite expresarse.

“(…) En la disputa entre las pretensiones del saber y las pretensiones de la fe, dice Habermas, “el Estado tiene que permanecer neutral en lo que se refiere a cosmovisión, no prejuzga en modo alguno las decisiones políticas en favor de una de las partes. La razón pluralizada del público de ciudadanos sólo se atiene a una dinámica de secularización en la medida en que obliga a que el resultado se mantenga a una igual distancia de las distintas tradiciones y contenidos cosmovisionales. Pero dispuesta a aprender, y sin abandonar su propia autonomía, esa razón permanece, por así decir, osmóticamente abierta hacia ambos lados, hacia la ciencia y hacia la religión”.

Vivir en un Estado secular exige escindir “la identidad en dos, en una parte privada y en una parte pública”, prosigue Habermas. Esto indica que los creyentes tienen “que traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular antes de que sus argumentos tengan la perspectiva de encontrar el asentimiento de mayorías”.

Sin embargo, y a pesar de que los creyentes pueden hallarse en desventaja al tener que ceder, “las mayorías secularizadas no deben tratar de imponer soluciones antes de haber prestado oídos a la protesta de oponentes que en sus convicciones religiosas se sienten vulnerados por sus resoluciones; y debe tomarse esa objeción o protesta como una especie de veto retardatorio o suspensivo que da a esas mayorías ocasión de examinar si pueden aprender algo de él”.

De lo que se trata es de establecer un verdadero diálogo y reciprocidad, pero no de una unidimensionalidad del mensaje. Generalmente cuando la Iglesia Católica proclama su “universalidad”, lo único que alude con ello es su propio entendimiento de lo universal. Excluyendo a cualquier otra confesión o ideología que no dialoga en sus términos: ¿dónde queda el famoso ecumenismo o encuentro entre religiones que promovía el pontífice?

De otro lado, el Papa no encuentra equivalencia entre el "pluralismo político" y el “pluralismo ético", para el que todas las posiciones morales son igualmente lícitas y justificables por criterios de utilidad. La Iglesia de Ratzinger se ha apropiado del llamado Derecho natural, que a veces considera casi como una traslación de sus propios principios doctrinales, y ha establecido ahí su línea de resistencia al "pluralismo ético", expresión menos imprecisa que "laicismo". Cuando se opone a leyes que, en su opinión, erosionan la familia tradicional, la Iglesia no dice defender sus propias creencias, sino el "bien común".

El teólogo progresista suiza, Hans Küng, tal vez el mayor crítico y conocedor de los dilemas de la Iglesia, establece posiciones de acercamiento sensatas al preconizar una “ética mundial” que aborda los problemas del mundo moderno, y particularmente, de la globalización, desde una perspectiva media, es decir, de principios universalmente reconocidos no sólo por las diversas religiones, sino por cualquier ideología que reconozca como mínimo la dignidad del hombre.

Para Küng, los ejes rectores de la ética mundial son sencillos, así pues tenemos al aforismo “no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti” que viene desde Confucio y que es un principio fundamental que regula las relaciones humanas y entre los Estados.

Otra norma es la de que “todo ser humano debe ser tratado humanamente”. Y en general los mandamientos del Decálogo judío como “no matar”, “no mentir” y “no robar”, que bien analizó el filósofo español Fernando Savater en elocuentes programas televisivos.

Ahora bien, y a modo de ejemplo, Küng plantea, desde su perspectiva ética, una ética mundial que basa en principios verdaderamente comunes. Así, la “ética mundial” no toma una posición sobre algunos de los grandes problemas controvertidos como el aborto, la anticoncepción, la homosexualidad o la eutanasia. Pero sí nos dice que “no hay que llegar a extremos de ninguna clase”, algo que recuerda mucho a San Agustín y a Aristóteles.

La “ética mundial” no es una nueva ética, sino una especie de condensación de viejos postulados fácilmente identificables por los sujetos. En vez de valorar, para el caso concreto del aborto, “que todo esté permitido” como quieren diversos grupos feministas para utilizarlo como método anticonceptivo general; tampoco la “ética mundial” abrazará las intransigentes posiciones del Vaticano bajo las que no es posible abortar por ninguna causa, al extremo de comparar el aborto como "el genocidio de nuestros días".

Ante posturas irreconciliables, hay que atender a la vida de las mujeres pobres que se lo practican, ya que no se pueden excluir en todos los casos la posibilidad de practicárselo. Entonces, habría supuestos racionales en los que si procedería el aborto, pero de forma excepcional.

Küng, conocido por sus cuestionamientos a la Iglesia, no deja de advertir el daño irreparable que determinadas posiciones le están causando a la fe. Apartado de la enseñanza teológica desde hace casi 30 años, pues se le retiró la autorización eclesiástica. En la misma línea de Juan Pablo II se halla Benedicto XVI al mantener “una política exterior exige a todo el mundo conversión, reforma y diálogo”.

La mejor prueba del carácter antidemocrático del Vaticano se evidencia en su estructura política, es decir, en la forma en que desdeña la separación de poderes. “En caso de disputa, la misma autoridad actúa como legisladora, fiscal y juez. Consecuencias: un episcopado servil y una situación jurídica insostenible. Quien litigue con una instancia eclesiástica superior no tiene prácticamente ninguna oportunidad de que se le haga justicia”, refiere Küng.

La “infabilidad” papal traslada de la fe a la política es fuente de autoritarismo. Esto se refleja en asuntos claves como las políticas de natalidad. Así, Küng indica que la postura del pontífice “en contra de la píldora y del preservativo, podría tener mayor responsabilidad que cualquier estadista en el crecimiento demográfico descontrolado de numerosos países y la extensión del sida en África”.

Pero la posibilidad de diálogo no sólo es negada a agentes externos a la Iglesia, sino a una “variedad de teólogos, sacerdotes, religiosos y obispos que son perseguidos por su pensamiento crítico y su enérgica voluntad reformista”. El caso del desautorizado teólogo Jon Sobrino encaja en esta realidad.

El ecumenismo que tanto proclama Benedicto XVI no deja de ser una retórica vacía por la manifiesta oposición del catolicismo romano a dialogar con las demás confesiones en un plano de igualdad. Esto socava la tendencia inaugurada por el Papa Pablo VI, que pedía el diálogo dentro y fuera de la Iglesia.

Benedicto XVI, al igual Juan Pablo II, “descalifica a las religiones del mundo y las tilda de formas deficitarias de fe”. “Consecuencias: la desconfianza hacia el imperialismo romano está ahora tan difundida como antes. Y esto no sólo entre las iglesias cristianas, sino también en el judaísmo y el islam, por no hablar de India y China”.

“Ratzinger”, comenta el columnista del diario El País, Paolo Flores D'Arcais, “obviamente no sitúa todas las religiones monoteístas al mismo nivel: a la religión cristiana en su versión "católica apostólica romana" se le reserva un primado conferido en virtud de su capacidad, que sólo el catolicismo ejecuta de forma acabada, de ser una religión no sólo de la fe sino también del logos”.

El punto más relevante de la crítica de Küng tal vez sea el referido a la moral. “(…) Por su rigorismo ajeno a la realidad, pierde credibilidad como autoridad moral: las posiciones rigoristas en materias de fe y de moral han socavado la eficacia de los justificados esfuerzos morales del Papa. Consecuencias: aunque para algunos católicos o secularistas tradicionalistas sea un superstar, este Papa (por Juan Pablo II) ha propiciado la pérdida de autoridad de su pontificado por culpa de su autoritarismo. A pesar de que en sus viajes, escenificados con eficacia mediática, se presenta como un comunicador carismático (aunque al mismo tiempo es incapaz de diálogo y obsesivamente normativo de puertas adentro), carece de la credibilidad de un Juan XXIII”.

“(…) En vez de orientarse por la brújula del evangelio, que ante los errores actuales apunta en dirección de la libertad, la compasión y el amor a los hombres, Roma sigue rigiéndose por el derecho medieval, que, en lugar de un mensaje de alegría, ofrece un anacrónico mensaje de amenaza con decretos, catecismos y sanciones”.

Si en el pasado se pasaron por alto las “críticas” de la Iglesia (o más bien demandas a la conversión de Europa) porque Karol Wojtyla servía a los intereses del aparato de propaganda occidental que descalificaba al comunismo; ahora esos cuestionamientos generan, desmantelado el imperio soviético (por sus propias contradicciones económicas y no por la prédica papal), “una animosidad de gran parte de la opinión pública y de los medios de comunicación frente a la arrogancia jerárquica que se ha intensificado de forma amenazadora”.

El Papa Benedicto XVI vuelve a cagar contra el secularismo con la vieja fórmula de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. De ahí que la doctrina de la Iglesia, que no sólo tiene pretensiones de verdad última sobre la fe, sino también lo que constituye el fundamento de lo racional, intervenga constantemente (amenazando) de que los parlamentos y gobiernos que promulguen leyes contrarias a los postulados de la Iglesia se expondrían no sólo a ser excomulgados, sino a perder la salvación.

Los campos de batalla (entre el movimiento secular y la religión) están por casi toda Europa, principalmente en aquellos países donde el catolicismo todavía es fuerte y defiende sus creencias ante cualquier asomo cambio. Se aprovecha de la debilidad de algunos regímenes como el italiano o el español (en su caso es más que nada pasajero y coyuntural que estructural) para imponer su agenda o vetar iniciativas y reivindicaciones de colectivos que demandan reconocimiento e igualdad. Este es el caso de las uniones de hecho en Italia cuya aprobación por parte del Gabinete de Romano Prodi encontró un duro revés en el Parlamento de los partidos conservadores y de derecha. Así, la legislación de derecho de familia que repudiaba el Vaticano, casi ha desaparecido de la agenda.

En España, la alianza entre la derecha y el obispado suenan casi igual cuando se pronuncian sobre cualquier asunto. El diagnóstico hecho por el historiador Joan B. Culla i Clarà es que “el catolicismo español ha perdido transversalidad -o, para decirlo en sus propios términos, universalidad- a borbotones; se ha transformado en una facción seguramente más dura, más compacta, más disciplinada, pero más pequeña, mucho más hosca y muchísimo menos permeable”.

“Desde esa fortaleza presuntamente asediada donde ella misma ha querido encerrarse, la jerarquía episcopal no cesa de lanzar proyectiles y calderos de aceite hirviendo contra todo aquello que, en el exterior, no es de su gusto, ya sea de naturaleza política o religiosa, temporal o espiritual”.

Estos dos casos son muestras de lo que también sucede en otras latitudes, pero sigamos en Europa que el ejemplo más espeluznante corresponde al polaco. En Polonia, los hermanos Lech y Jaroslaw Kaczynski, presidente y primer ministro de ese país, respectivamente, representan el aspecto más alarmante del “neofundamentalismo” cristiano. Desde sus cargos y apoyados por una población radicalizada impulsan reformas que agradarían al clero afincado en Roma. Así, promueven leyes contra homosexuales y persecuciones contra ex colaboradores de los comunistas. Estos actos pueden calificarse de una persecución política a secas, en el caso de los comunistas.

Su mayor ambición es la "renovación moral" del país y la preservación de los valores familiares. Pero esta cruzada por los “valores” ha llevado a nuevas cotas de intolerancia y retroceso en el terreno de los derechos humanos.

Si el Estado se constituyó (la ley, los sistemas de justicia y el principio de autoridad) para impedir la venganza, la ley que castiga la colaboración en Polonia con la pérdida del trabajo o con la prohibición para ejercer la profesión por 10 años, no sólo es violatoria de derechos constitucionales y de tratos internacionales suscritos en el marco de la OIT, sino que arroga la preocupante conclusión de que el Estado se ha convertido en un agente que canaliza el odio público.

En aras de orientar cada vez más a Polonia hacia el catolicismo ultraortodoxo, el gobierno impulsa una ley para prohibir las charlas sobre homosexualidad en las escuelas, bajo pena de despido, multa y hasta prisión. "Si esa clase de aproximación a la vida sexual fuera promovida a gran escala, la raza humana podría desaparecer", advirtió el presidente Lech Kaczynski.

En la sociedad civil polaca también se aprecia posiciones similares a las de su Ejecutivo. La derecha católica ha difundido en ella sus ideas radicales contra el aborto, los homosexuales y los musulmanes. También es común encontrar mensajes en la radio de corte antisemita que transmite la emisora Radio Maria, dirigida por sacerdotes.

La intención de todos estos esfuerzos de la Iglesia, gobiernos (como el polaco) y partidos afines es la de “defender” los valores cristianos para no desaparecer; aunque las metas del Vaticano son mucho más ambiciosas ya que espera influir en las autoridades y ciudadanos.

Lanzar ofensivas y contraofensivas y no reparar en las causas de su propia crisis es un grave error. Uno que lamentará seguramente cuando su estrategia contra el “espíritu autónomo del individuo” choque contra lo que ese espíritu no está dispuesto a renunciar.

En pocas cosas podemos estar de acuerdo los seres humanos, de ahí que la democracia sea la forma que comúnmente hayamos elegido para ventilar y discutir nuestras diferencias. El problema pasa cuando en Estados que se suponen o creen fundarse en el laicismo se cuela, de vez en cuando, los arrebatos de la Iglesia.

Esta invasión de la esfera pública y privada es grave cuando se imponen, sin reparar en las consecuencias, una serie de dogmas sobre toda la colectividad aun cuando parte de ésta no comulgue con “verdades reveladas”. Cuando lo sagrado “sacraliza” lo público tiende a corromperlo pues el sustento de aquello debería ser la heterogeneidad y no lo homogéneo, o una cosmovisión única y pétrea de las cosas. A este fenómeno corrosivo se le llama politización religiosa, que se presenta en el momento que una institución eclesiástica hace política con el propósito de promover cambios sociales a través de la legislación. Cambios que sin lugar a dudas buscan afianzar o consolidar los fundamentos propios del dogma dentro de la sociedad.

La invasión del cuerpo estatal (de lo público) se realiza como la de un virus, es decir, como la de un microorganismo que se reproduce y alimenta de su huésped, en este caso, del Estado. La Iglesia, más parecida en este caso a un súcubo, tiende a recurrir cada vez más a este tipo de prácticas cuando estima que su poder o influencia sobre la sociedad disminuye o corre riesgo de diluirse.

Sus constantes ataques sobre las bases de la civilidad son prueba fehaciente de su tenaz resistencia a desaparecer. Dada su incapacidad para ajustarse a las transformaciones sociales, es decir, a los cambios, pretende frenar el inevitable avance de la ciencia y del secularismo por medio de todo tipo tretas y artimañas.

A raíz de la separación entre Estado y religión (debida en parte a León XIII) su participación en el poder ha menguado y sólo le queda buscar alguna grieta por donde inocularse. Estas grietas representan asuntos socialmente discutibles o problemáticas que causan alguna controversia, a las que el Estado y/o la sociedad civil no han sabido abordar con determinación o no encuentran una solución definitiva, generalmente por la oposición de la Iglesia y sus partidos afines. Mientras existan esos espacios oscuros o intersecciones nebulosas la Iglesia verá en ellos una oportunidad para intentar dirigir o regular las conductas humanas.

La Iglesia es una institución política sin partido, que ha prescindido de dicha organización dado que inspira doctrinariamente a muchas de organizaciones partidarias (y cuenta con agentes dentro de las mismas), además de poseer otros mecanismos de presión para promover o llevar a cabo las reformas que pretende como las polémicas declaraciones de sus autoridades eclesiásticas o por medio de la educación."Los seres que no se adaptan tienden a extinguirse" según Darwin. Si la Iglesia sobrevive hasta nuestros tiempos se debe en parte a que en lugar de cambiar ha tratado de evitar que la sociedad cambie, ya que si ésta lo hace, necesitaría cada vez menos de los oficios de la institución que la condujo a unos de sus capítulos más oscuros.

No deja de llamar la atención que las acciones de la Iglesia Católica bien pueden calificarse de intromisiones de un Estado en otros. Esto porque la Santa Sede ha constituido un Estado Pontificio con presencia histórica, cultural y diplomática en diversas regiones del mundo. Así las cosas, las peligrosas ramificaciones de una religión que rivaliza con los Estados nacionales y distintos sectores de la sociedad civil puede configurar un incidente que vulnera la soberanía, una de las premisas fundamentales de la modernidad.

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