viernes, 25 de mayo de 2007

Benedicto XVI y la conquista de América

El papa Benedicto XVI generó nuevamente polémica estos días al señalar que la Iglesia Católica no necesitó imponerse por la fuerza a los indios y que los nativos americanos recibieron a los misioneros europeos con los brazos abiertos. Esta vez no recurrió a ninguna cita (como la del emperador bizantino) o una mala interpretación de sus palabras como defensa, sino que fue él mismo, con total convicción, quien pronunció esa declaración en suelo brasilero para afirmar que las raíces cristianas de América no se sujetaron a ninguna mancha, es decir, que sus orígenes son tan puros e inmaculados como los auxilios que procura su religión. En otras palabras, que la evangelización no se valió de ningún crimen.

A favor del pontífice se puede decir que se rectificó rápidamente con los descendientes de los pueblos sojuzgados a la “luz” del credo cristiano pues mencionó que la evangelización vino acompañada de "sufrimiento" e "injusticias". Tal vez su entusiasmo y el baño de popularidad recibido en tierras americanas lo llevó a ignorar semejante acontecimiento (la evangelización por la espada); aunque algunos consideran que su visita fue “negativa” pues la participación de los fieles en los grandes encuentros de la multitud con el papa no fue la esperada. Se cree que apenas un tercio de los fieles escuchó al papa en la catedral de San Pablo y en el santuario de Aparecida, ambos en Brasil.

Ese fervor, aunque reducido, jamás podría recibirlo en Europa donde la Iglesia ha venido perdiendo varias batallas y tal vez la “guerra”, es decir, su influencia dentro del aparato político y social comunitario, salvo por penoso el caso polaco. La no mención del cristianismo en los textos de la Unión Europea es un síntoma de que la religión cristiana, al perder el espacio de resonancia europeo, puede quedar relegada a ser una confesión privativa de países del “Tercer Mundo”. Esto preocupa a muchos en el Vaticano toda vez que la fuerza de una religión, esto es, su predica, se ve amplificada según el tipo y/o cantidad de naciones que la reciben como creyentes. Así, si el cristianismo queda confinado a una orbita de países escasamente desarrollados (como los latinoamericanos), su participación en los asuntos mundiales quedará reducida al escaso protagonismo que detentan esos mismos países.

En otros tiempos, mientras el cristianismo era la religión oficial de las cortes españolas y portuguesas, su magnitud dentro de la escena internacional estaba directamente relacionada con el apogeo de los imperios peninsulares. Esto sucedía porque la espada (la monarquía) y la cruz (el papado) eran socios de la conquista. Ambos dependían del otro para afianzar la dominación de las nuevas tierras americanas. Mientras la espada garantizaba la superioridad tecnológica y militar de los europeos, es decir, la dominación física de los nativos; la cruz procuraba convertir esa subyugación temporal en una de carácter permanente al destruir cualquier vestigio o antecedente cultural (generalmente religioso) de los conquistados. Así, el sometimiento militar inicial dio paso a uno de tipo cultural en el que los viejos ídolos y dioses fueron reemplazados por las nuevas manifestaciones cristianas. La conversión o evangelización no sólo tenía propósitos espirituales (salvar las almas de los indios), sino políticos, pues pretendía convertirlos en siervos de la corona española o portuguesa. De esa forma la “fe” y el “hierro” colaboraron entre sí para convertirse en uno de los aparatos de dominación más efectivos de la historia de la humanidad.

Ni siquiera la adopción de las políticas de libre mercado o liberalización de económica en los 90 ha logrado cosa semejante pues recibieron -y reciben- constantes ataques por no conceder lo que prometieron en algún momento, esto es, crecimientos sostenidos, reducción de la pobreza y las desigualdades salariales, etc. De ahí que ni el nuevo orden mundial surgido tras la Segunda Guerra Mundial, que consolidó el protagonismo de EE UU como superpotencia mundial, pueda equiparse aún al de las potencias coloniales. Sólo Roma puede competir de alguna forma con el sistema de dominación colonial en América porque gobernó todo el Mediterráneo y otras latitudes como las islas británicas, entre otros territorios. La estrategia romana de conquista no tan fue diferente a la de los reinos cristianos pues empleó la paz armada, la “pax romana”, que se fundamentaba en la presencia de legiones (ejércitos romanos profesionales) y de su derecho civil y comercial, que facilitaba las transacciones y negocios entre distintos puntos del imperio. El derecho vino a cumplir en cierto modo el papel de la religión en determinados asuntos, pero no en todos. La clave romana de la dominación estuvo en su tolerancia religiosa y multiplicidad de credos, inclusive dentro de la península ya que con ello no ofendió en demasía a los pueblos conquistados (elemento que rescata Maquiavelo). Roma ofrecía una paz, su “paz”, mientras todos respetaran el orden establecido.

Luego de este breve resumen, llama poderosamente la atención que un hombre de la investidura y talla de Joseph Ratzinger cometa semejante error. Inclusive España, Portugal y el propio Vaticano, en tiempos de Juan Pablo II, reconocieron la destrucción de cientos de culturas y millones de individuos a lo largo de un terrible proceso de colonización que duro más de 300 años. Este es un hecho histórico incontrovertible. Como lo fue el Holocausto judío durante el siglo XX.

No hace mucho en un congreso de teólogos de la liberación en el Monasterio de Santo Tomás, que reunió al sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, ganador del premio príncipe de Asturias 2004, el obispo de Chiapas, Samuel Ruiz, y el brasileño Fray Betto (a quienes Benedicto XVI ha censurado en reiteradas oportunidades cuando dirigió la Congregación para la Doctrina de la Fe), el fraile dominico Miguel Concha indicó: “Han pasado más de 500 años de la conquista y seguimos cargando con una enorme deuda y responsabilidad compartida, estrechamente relacionada con el saqueo, la explotación, el dominio y el sometimiento de América Latina".

La admisión del nefasto papel de la Iglesia en la conquista es compartida por los historiadores. Uno de los primero fue el norteamericano William H. Prescott quien publicó en 1843 “History of the Conquest of Mexico”, y del cual, según el reconocido historiador mexicano, Enrique Krauze, todas las demás obras son tributarias sobre ese tema. Con Prescott nace una visión poco objetiva de la historia latinoamericana y precolombina (en especial de las conquistas de México y del Perú), porque consideraba a los españoles infinitamente superiores a los nativos americanos en todos los aspectos. Ese enfoque, el de Prescott, fue luego superado ya que estudió la conquista desde el prisma de los colonizadores. A partir de ahí se comienza a ofrecer un panorama esclarecedor sobre la violencia ejercida por los españoles, sobre todo en la obra del historiador inglés Hugh Thomas, quien al publicar “Conquest, Moctezuma, Cortés and the fall of old Mexico”, elimina la visión romántica y épica de la saga de Prescott pues recurre a métodos más precisos a los que el historiador norteamericano no tuvo acceso como “fuentes primarias para acercarse al mundo indígena”, según Krauze. Tanto para Prescott como para Thomas, la conquista fue posible gracias a la superioridad militar y tecnológica de los europeos. Claro que Thomas va más allá y profundiza en la amplia experiencia de combate de los castellanos en las guerras de Reconquista y de una larga tradición militar. También destacan la alianza de Hernán Cortés, conquistador de México, con los pueblos sometidos por el imperio azteca como los Tlaxcaltecas. De manera similar Francisco Pizarro, quien peleó bajo las órdenes de Cortés, Diego de Almagro y el párroco Fernando de Luque, conquistaron a los Incas tras entablar alianzas con culturas como la Chimú, etc. Otro gran factor o “aliado” fueron las enfermedades que propagaron por el Nuevo Mundo como la viruela contra la que los indígenas no tenían defensas o anticuerpos.

Ciertamente no se puede hablar de genocidio como dice el columnista Miguel A. Bastenier del diario El País, no uno generalizado y con el propósito de exterminar a los indios, pero sí hubo uno en el sentido cultural ya que poco tiempo después de la conquista se eliminaron lenguas y sistemas de creencias. El caso más llamativo fue el de la lengua y escritura maya por parte de los sacerdotes españoles, quienes destruyeron la mayoría de los textos de esa cultura para facilitar la dominación religiosa o cultural, es decir, la que garantizaría una perfecta asimilación de los nativos a las nuevas costumbres y prácticas de los cristianos. Otra razón para no hablar de genocidio es que los españoles tomaron por esposas o concubinas a muchas nativas, dando lugar al mestizaje, símbolo fundamental del descubrimiento.

Lo que no se puede negar es que hubo episodios de gran crueldad en los que se eliminaron a varias poblaciones enteras por sublevarse, de ahí que si se puede hablar de genocidio en un sentido estricto. El propio Cortés lo cometió o sus lugartenientes en su ausencia. Lo mismo pasó en la conquista del Perú o de los Incas con el confinamiento de miles de indígenas en las reducciones que ideó el virrey Toledo en el siglo XVI.

Como la metrópoli española requería siervos y mano de obra sumisa, es decir, millones de súbditos de menor rango que tributen, no se puedo concebir un genocidio como el judío en la Alemania nazi o el armenio en Turquía a principios del siglo XX. No hubo esa intención, claro está, a lo más dar lecciones severas a los insurrectos (como el descuartizamiento de Tupac Amaru II). Aunque las duras condiciones de vida en minas como la de Potosí, el “cerro rico” por su gran producción de plata, ponen en duda lo anterior ya que ese tipo de trabajo bien puede configurarse como una forma exterminar a la población local dado que, según la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1951, “el sometimiento intencional de un grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial” califica como una modalidad de genocidio.

Sin lugar a dudas mantener vivos a los indios (para emplearlos en ese tipo de oficio) y que al morir se les reemplace por otros más fuertes y sanos es una conducta que encaja perfectamente con lo descrito en el párrafo anterior. De ahí que la mita incaica, bajo la cual los incas prestaban su servicio laboral al imperio haya sido una de las pocas instituciones ancestrales mantenidas por los conquistadores para facilitar el sistema de explotación colonial.

Cabe recordar que mucha de la riqueza extraída de los yacimientos minerales, bajo condiciones inhumanas de trabajo, fue a parar para el ornato y embellecimiento de las Iglesias. Algo equiparable a la confiscación de la riqueza personal o familiar del pueblo judío que fue a parar a manos de inescrupulosos funcionarios nazis.

La Iglesia participó desde el comienzo en la empresa de la conquista con los permisos y autorizaciones para el reino español y portugués, respectivamente. “El papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra”, según el escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano, autor de “Las venas abiertas de América Latina”. Por si fuera poco, también concedió la "justificación histórica" para incursionar en los territorios descubiertos: la evangelización. Generalmente Occidente recurre a una razón “superior” para emprender tales conquistas pues su sentido muy arraigado de la culpa (del pecado) lo obliga a encontrar poderosos motivos para disfrazar la aparente moralidad de sus empresas. Es decir, para diferenciarse de la dominación que conocieron a mano de los pueblos bárbaros que asolaron a Europa durante buen tiempo y que prescindían de “elevadas justificaciones” pues se guiaban exclusivamente por la codicia y el apetito de poder de sus líderes. Cosa que no fue desmentida en el caso de los conquistadores europeos pues sus actos fueron tan innobles y cobardes como los de las hordas paganas del centro de Europa y Asia.

Además, como lo relata Galeano, los españoles obligaban a los indios a la conversión forzosa en estos términos (mediante el acto del Requerimiento): “Si no lo hiciéreis (si no se convierte el nativo requerido), o en ello dilación maliciosamente pusiéreis, certifícoos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres y hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere (...) ”.

La conversión más conocida a través de esta práctica fue la del Inca Atahualpa (1533), que luego de ser capturado y ofrecer un fabuloso rescate por su libertad (una habitación llena y oro y otras dos de plata y piedras preciosas hasta donde alcanzara su mano) fue condenado a la hoguera por Pizarro, quien incumplió su promesa de liberar al Inca tras pagar éste su rescate. Pizarro acusó a Atahualpa de usurpar el trono de su hermano Huáscar, que fue apresado y muerto por los generales de Atahualpa en su cautiverio en el Cusco (durante la guerra civil incaica). Previamente a su conversión, el Inca fue requerido por los españoles y al negarse fue tomado prisionero por estos en Cajamarca (1532). Antes de morir aceptó bautizarse, pero no por un acto de conversión voluntaria, sino para que le conmuten la pena (por la del garrote o muerte por estrangulamiento) ya que si su cuerpo era quemado no podría convertirse en “mallqui”, es decir, en un antepasado común digno de veneración.

A la par de la servidumbre (o semiesclavitud) de los indios, con el descubrimiento de América se abrió un gran mercado para el comercio de esclavos africanos. Originalmente se pensó que trabajarían en las alturas de las minas, pero no resistieron las condiciones del ambiente y fueron aprovechados en las haciendas. La caída demográfica de la población nativa favoreció este tráfico pues los grandes latifundios necesitaban abundante mano de obra esclava. Unos 15 millones de africanos fueron capturados y enviados a América en ese período. La legitimidad de ese comercio se debió en parte a la predica de Fray Bartolomé de las Casas, quien al verificar los maltratos a los indios ofreció como alternativa la “importación” de negros africanos para sustituirlos en los mismos menesteres. A partir de sus escritos se puede hablar de la “dimensión humana del indio”. En cierto modo esa noción se vio respaldada porque los españoles les creían superiores a los negros por haber producido civilizaciones más complejas y un sistema político que reproducía de alguna forma el de las monarquías europeas. Bartolomé de las Casas se convirtió así en defensor de los indios y en uno de los primeros “humanistas”, frecuentemente es citado como uno de los precursores de los derechos humanos (del derecho internacional humanitario), pero su actitud frente a los negros desmerece parte de esos calificativos. Cuatro siglos duró ese comercio que se mantuvo aún en la etapa republicana o posindependentista de varias naciones americanas. El viaje hacia América era tan peligroso e insalubre como el destino en tierra firme pues los negros morían hacinados en los barcos de transporte, sólo una fracción llegaba con vida y en pésimas condiciones. La Iglesia, cuando no, también avaló ese comercio.

El fecundo historiador británico John H. Elliot en “Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830)” relata de manera similar como el afán de lucro de los conquistadores y sacerdotes fue más fuerte que su deber supuestamente “evangelizador”. No es muy difícil verificar esto porque muchas órdenes religiosas hicieron gran fortuna, sobre todo en agricultura y ganadería, al poseer grandes extensiones de tierra trabajadas por indios. El saqueo fue tanto de la riqueza mineral de América como de su mano de obra sobreexplotada. Sin dejar de lado que la evangelización de los indios no les dio mayores prerrogativas puesto que vivían dentro de sociedades segregadas. Por ello se puede hablar de una “república de indios” y otra de españoles donde la movilidad social era prácticamente imposible. Sólo las castas y la nobleza indígena mantuvieron algunos privilegios como la educación y la tenencia de tierras, pero el resto de la población vivió en condiciones de la peor degradación que se recuerde.

Para Elliot, el gran elemento que presidió tanto la aventura de los colonos ingleses como la de los conquistadores castellanos fue la religión. Pero con grandes diferencias pues los primeros asentamientos de América del Norte fueron preconcebidos gracias a la tolerancia religiosa (los colonos leían directamente la Biblia); mientras que en los dominios españoles la Iglesia se imponía de forma absoluta. Esto limitó de alguna forma la respuesta frente a los cambio de las sociedades latinoamericanas pues la rigidez del catolicismo impidió que pudieran renovarse.

Todas las épocas, siguiendo a Voltaire, “han sido idénticas en su horror”, pero no hay mejor manera de apreciarlas que “examinando su lado creador”, es decir, el esplendor de sus artes y la grandeza de sus ideales.

De otro lado, la intromisión del presidente venezolano Hugo Chávez en el asunto está relacionada directamente con su retórica, ya que al igual que el subcomandante Marcos, condena cualquier tipo de injerencia extranjera en los pueblos indígenas. Ambos líderes consideran que el sistema capitalista es un instrumento de dominación más de la conquista iniciada hace más de 500 años.

La respuesta de Chávez puede entenderse como un ataque al papa Benedicto XVI porque este deslizó algunas críticas al sistema político-económico (al marxismo) que viene implementando en su país. En concreto, el pontífice dijo que “(el marxismo) dejó una herencia de destrucción económica (…)”. Además declaró que "hay motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas". Aunque si bien cuestionó al neoliberalismo por igual, la mención al modelo chavista fue más que directa. Al papa le preocupa la pérdida de fieles (el diario Folha de San Pablo reveló que en la última década el número de creyentes cayó del 74% al 64%), tendencia que se ve reforzada por la vuelta a las religiones indígenas que se promueve en Bolivia, a las que el papa califica de paganas y de representar una “involución en el recorrido de esos pueblos” y de las corriente evangélicas, animistas y pseudorreligiosas (como el culto a la Santa Muerte en México).

El temor es que la cercanía de ambos regímenes (el venezolano y el boliviano) con el cubano termine por aislar o reducir las actividades de la Iglesia dentro de esas sociedades. Siendo América Latina el “continente de la fe” o de la “esperanza”, según Ratzinger, dicha calificación obedece a que no sólo congrega a la mayoría de católicos del mundo, sino que es el espacio donde todavía no se ha despojado a la Iglesia de sus grandes prerrogativas y algunos derechos. Su injerencia es más fuerte que en otras latitudes dada la debilidad institucional y pobreza que caracterizan a esos Estados. Por ello el papa lo ha denominado como “el continente de la esperanza”, y no porque le aguarde un gran y venturoso futuro, sino porque es una de las pocas regiones donde todavía prolifera la fe.

Estas declaraciones fueron hechas en el marco de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (CELAM) en el santuario de Nuestra Señora Aparecida en Brasil, que reunió a 166 obispos y cardenales de 22 países.

1 comentario:

triplecorona2003 dijo...

100% de acuerdo con Benedicto XVI. No hace falta estudiar historia para entender que el exterminio de indígenas por parte de la corona española (los reyes católicos) es una mentira. Basta con mirar un poquito hoy en día, a mas de 500 años del descubrimiento de América a los países colonizados por España. En todos ellos sus pobladores conservan todos sus rasgos indígenas al punto que son fácilmente reconocibles y diferenciables un peruano de un boliviano o un mexicano o un paraguayo. Incluso las lenguas originarias aún se hablan en los países colonizados por los reyes católicos, sin ir mas lejos, a 600Km de la capital federal (en Corrientes) todavía hoy se habla en guaraní, y ni hablar del paraguay. Otro dato significativo es la ausencia de población negra (o africana) en éstos países, y esto se debe a que tanto para los españoles, como para la iglesia, la esclavitud estaba prohibida. Ahora, si miramos un poco a los países colonizados por Inglaterra, Portugal, Francia u Holanda, vamos a ver que ninguno de sus habitantes (o muuuy pocos) conservan los rasgos indígenas y que la población negra en esos países es enorme (en algunos casos predominante).