lunes, 11 de junio de 2007

Evangelización y conquista de América

El papa Benedicto XVI generó nuevamente polémica estos días al señalar que la Iglesia Católica no necesitó imponerse por la fuerza a los indios y que los nativos americanos recibieron a los misioneros europeos con los brazos abiertos. Esta vez no recurrió a ninguna cita (como la del emperador bizantino) o una mala interpretación de sus palabras como defensa, sino que fue él mismo, con total convicción, quien pronunció esa declaración en suelo brasilero para afirmar que las raíces cristianas de América no presentan ninguna mancha, sino que, por el contrario, sus orígenes son tan puros e inmaculados como los auxilios que procura su religión. En otras palabras, que la evangelización no se valió de ningún crimen.

A favor del pontífice se puede decir que reconoció rápidamente que muchos pueblos fueron sojuzgados a la “luz” del credo cristiano, pues mencionó que la evangelización vino acompañada de "sufrimiento" e "injusticias". Tal vez su entusiasmo y el baño de popularidad recibido en tierras brasileñas lo llevó a ignorar semejante acontecimiento (el de la evangelización por la espada); aunque algunos consideran que su visita fue “negativa” pues la participación de los fieles no fue la esperada. Se cree que apenas un tercio de la multitud prevista escuchó al papa en la catedral de San Pablo y en el santuario de Aparecida, ambos en Brasil.

Ese fervor, aunque reducido, jamás podría recibirlo en Europa donde la Iglesia ha venido perdiendo varias batallas y tal vez la “guerra”, es decir, influencia dentro del aparato político y social comunitario, salvo por penoso el caso polaco. La no mención del cristianismo en los textos de la Unión Europea es un síntoma de que la religión cristiana, al perder el espacio de resonancia europeo, puede quedar relegada a ser una confesión exclusiva de países del “Tercer Mundo”. Esto preocupa a muchos en el Vaticano toda vez que la fuerza de una religión se ve amplificada según el tipo o cantidad de naciones que la reciben como creyentes. Así, si el cristianismo queda confinado a una órbita de países escasamente desarrollados (como los latinoamericanos), su participación en los asuntos mundiales quedará reducida al escaso protagonismo que ostentan esos mismos países.

En otros tiempos, mientras el cristianismo era la religión oficial de las cortes españolas y portuguesas, su importancia dentro de la escena internacional estaba directamente relacionada con el apogeo de los imperios peninsulares. Esto sucedía porque la espada, representada por la monarquía conquistadora y beligerante; y la cruz, símbolo del papado, eran los grandes socios de la conquista. Ambos dependían del otro para afianzar la dominación de las nuevas tierras americanas. Mientras la espada garantizaba la superioridad tecnológica y militar de los europeos, es decir, la dominación física de los nativos; la cruz procuraba convertir esa subyugación temporal en una de carácter permanente al destruir cualquier vestigio o antecedente cultural (generalmente religioso) de los conquistados. Así, el sometimiento militar inicial dio paso a uno de tipo cultural muy extendido en el que los viejos ídolos y dioses fueron reemplazados por las nuevas manifestaciones cristianas. La conversión o evangelización de los nativos americanos no solo tuvo propósitos espirituales (la presunta y proclamada "salvación" de sus almas), sino estrictamente políticos, pues pretendía convertirlos a la vez en siervos de la corona española o portuguesa. De esa forma la “la palabra revelada” y el “hierro” colaboraron para convertirse en uno de los aparatos de dominación más efectivos y contundentes de la historia de la humanidad.

Ni siquiera siglos más tarde, la adopción de políticas de libre mercado o de liberalización de económica -en la década de los 90-  logró algo semejante, pues recibieron -y reciben en la actualidad- numerosos y constantes ataques por no conceder lo que prometieron en algún momento: crecimientos sostenidos, reducción de la pobreza y cierre de las grandes brechas salariales, etc. De ahí que ni el nuevo orden mundial surgido tras la Segunda Guerra Mundial, que consolidó a EE. UU. como superpotencia mundial, pueda equiparse aún al dominio ejercido por las potencias coloniales. 

En ese sentido, solo Roma puede competir con el sistema de dominación colonial en América porque gobernó el Mediterráneo y otras áreas geográficas como las islas británicas, entre otros territorios. La estrategia romana de conquista no tan fue diferente a la de los reinos cristianos pues empleó la paz armada, la denominada 'pax romana' que se fundamentaba en la presencia de legiones (ejércitos romanos profesionales) y de su derecho civil y comercial para facilitar transacciones y negocios entre los distintos puntos del imperio. El derecho vino a cumplir el papel de la religión en determinados asuntos, pero no en todos, desde luego. La clave de la dominación romana radicó primordialmente en su tolerancia religiosa -por la multiplicidad de credos reconocidos-, inclusive dentro de la propia península, ya que con ello no ofendió en demasía a los pueblos conquistados (elemento que luego rescataría Maquiavelo en "El príncipe"). Roma pues ofrecía paz, su “paz”, siempre que todos los pueblos respetaran el orden establecido.

Luego de este breve resumen, llama poderosamente la atención que un hombre de la investidura de Joseph Ratzinger cometa semejante error, ya que España, Portugal y el propio Vaticano, en tiempos de Juan Pablo II, reconocieron públicamente la destrucción de cientos de culturas y millones de individuos a lo largo del terrible proceso de colonización y homogenización cultural que duró poco más de 300 años. Este es un hecho histórico incontrovertible e innegable, como lo fue, ciertamente, el Holocausto judío durante el siglo XX.

No hace mucho en un congreso de teólogos de la liberación en el Monasterio de Santo Tomás, que reunió al sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, Premio Príncipe de Asturias 2004; el obispo de Chiapas, Samuel Ruiz, y el brasileño Fray Betto, el fraile dominico Miguel Concha, 
a quienes Benedicto XVI censuró en diversas oportunidades cuando dirigió la Congregación para la Doctrina de la Fe, indicaron en un comunicado: “Han pasado más de 500 años de la conquista y seguimos cargando con una enorme deuda y responsabilidad compartida, estrechamente relacionada con el saqueo, la explotación, el dominio y el sometimiento de América Latina".

La admisión del nefasto papel de la Iglesia en la conquista es compartida por los historiadores más relevantes. Uno de los primero fue el norteamericano William H. Prescott, quien publicó en 1843 “History of the Conquest of Mexico”, y de la cual, según el reconocido historiador mexicano, Enrique Krauze, todas las demás obras son tributarias sobre el tema. Con Prescott nace una visión poco objetiva de la historia latinoamericana y precolombina (en especial de las conquistas de México y del Perú), porque considera a los españoles infinitamente superiores a los nativos americanos en todos los aspectos. Ese enfoque, 
que partía desde el prisma de los colonizadores, luego superado. Posteriormente se comienza a ofrecer un panorama esclarecedor sobre la violencia ejercida por los españoles, sobre todo en la obra del historiador inglés Hugh Thomas, quien al publicar “Conquest, Moctezuma, Cortés and the fall of old Mexico”, elimina la visión romántica y épica de la saga de Prescott pues recurre a métodos más precisos a los que el historiador norteamericano no tuvo acceso como “fuentes primarias para acercarse al mundo indígena”, según Krauze. Tanto para Prescott como para Thomas, la conquista fue posible gracias a la superioridad militar y tecnológica de los europeos. Claro que Thomas va más allá y profundiza en la amplia experiencia de combate de los castellanos en las guerras de Reconquista y de una larga tradición militar. También destaca la alianza de Hernán Cortés, conquistador de México, con los pueblos sometidos por el imperio azteca como los Tlaxcaltecas. De manera similar Francisco Pizarro, quien peleó bajo las órdenes de Cortés, conquistó a los Incas tras entablar alianzas con culturas rivales como la Chimú, etc. Otro gran factor fueron las enfermedades que los peninsulares propagaron por el Nuevo Mundo como la viruela contra la que los indígenas no tenían defensas o anticuerpos.

Ciertamente no se puede hablar de genocidio como dice el columnista Miguel A. Bastenier del diario El País, no uno generalizado y con el propósito de exterminar a los indios. Sin embargo, hubo uno en el sentido cultural ya que poco tiempo después de la conquista se eliminaron muchas lenguas y sistemas de creencias. El caso más llamativo fue el de la lengua y escritura maya por parte de sacerdotes españoles, quienes destruyeron la mayoría de textos (códices) de dicha cultura para facilitar la dominación cultural (la que a la postre garantizaría una perfecta asimilación de los nativos a las nuevas costumbres y prácticas cristianas). Otra razón para no hablar de genocidio es que los españoles tomaron por esposas o concubinas a muchas nativas, dando lugar al mestizaje étnico, símbolo fundamental del descubrimiento.

Lo que no se puede negar es que hubo episodios de gran crueldad en los que se eliminaron a varias poblaciones enteras por sublevarse, de ahí que se pueda hablar de genocidio en sentido estricto. El propio Cortés lo cometió, o sus propios lugartenientes en su ausencia. Lo mismo ocurrió durante la conquista de los Incas con el confinamiento de miles de indígenas en las reducciones que ideó el virrey Toledo en el siglo XVI.

Como la metrópoli española requería mano de obra sumisa, es decir, millones de súbditos de rango inferior que tributen, no se puede concebir un genocidio como el judío en la Alemania nazi o el armenio en Turquía a principios del siglo XX. No hubo esa intención, claro está, a lo más dar lecciones severas a los insurrectos (como el descuartizamiento de Tupac Amaru II). Aunque las duras condiciones de vida en minas como la de Potosí, el denominado “Cerro Rico”, por su gran producción de plata, ponen en entredicho lo anterior, ya que ese tipo de trabajo bien pudo configurar una forma exterminio de la población local. Esto a la luz de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1951, pues “el sometimiento intencional de un grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial”, califica como una modalidad de genocidio.

Sin lugar a dudas mantener vivos a los indios -para emplearlos en esas duras condiciones- y que al morir se les reemplace por otros más fuertes, jóvenes y sanos revela una conducta que encaja perfectamente con lo descrito en el párrafo anterior. De ahí que la mita incaica, bajo la cual los incas prestaban su servicio laboral al imperio haya sido una de las pocas instituciones ancestrales mantenidas por los conquistadores para facilitar el sistema de explotación colonial.

Cabe recordar que mucha de la riqueza extraída de los yacimientos minerales, bajo condiciones inhumanas de trabajo, fue a destinada al ornato y construcción de nuevas de iglesias, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Algo equiparable a la confiscación de la riqueza personal o familiar del pueblo judío que fue a parar a manos de inescrupulosos funcionarios nazis.

La Iglesia participó desde el comienzo en la empresa de la conquista con los permisos y autorizaciones que otorgó al reino español y al portugués, respectivamente. “El papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra”, según el escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano, autor de “Las venas abiertas de América Latina”. Por si fuera poco, también concedió la "justificación histórica" para incursionar en los territorios descubiertos por medio de la evangelización. 

Generalmente Occidente recurre a una razón “superior” para emprender tales conquistas, pues su sentido muy arraigado de la culpa lo obliga a encontrar poderosos motivos para disfrazar la aparente moralidad de sus actos o empresas. Esto con el propósito de diferenciarse de la dominación que conocieron a mano de pueblos bárbaros que asolaron Europa, ya que prescindieron de “elevadas justificaciones” al guiarse exclusivamente por la codicia y el apetito de poder de sus líderes. Pero tal cosa, como un aparente fin superior, no justifica a los actos de los conquistadores, pues fueron tan innobles como los de las hordas paganas provenientes de las estepas de Asia.

Además, como lo relata Galeano, los españoles obligaron a los indios a la conversión forzosa en estos términos (mediante el acto del Requerimiento): “Si no lo hiciéreis (si no se convierte el nativo requerido), o en ello dilación maliciosamente pusiéreis, certifícoos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres y hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere (...) ”.

La conversión más conocida a través de esta práctica fue la del Inca Atahualpa (1533), quien luego de ser capturado y ofrecer un cuantioso rescate por su libertad (una habitación llena y oro y otras dos de plata y piedras preciosas hasta donde alcanzara su mano) fue condenado a la hoguera por Pizarro, quien incumplió la promesa de liberarlo tras pagar este el precio de su rescate. Pizarro acusó a Atahualpa de usurpar el trono de su hermano Huáscar, quien fuera apresado y muerto por los generales de Atahualpa en su cautiverio en el Cusco durante la última guerra civil incaica. Previamente a su conversión, el Inca fue requerido por los españoles y al negarse, fue tomado prisionero por estos en Cajamarca (1532). Antes de morir aceptó bautizarse; pero no por un acto de conversión voluntaria, sino para que le conmuten la pena por la del garrote o muerte por estrangulamiento, ya que si su cuerpo era quemado no podría convertirse en “mallqui”, es decir, en un antepasado común digno de veneración.

A la par de la servidumbre o semiesclavitud de los indios, con el descubrimiento de América se abrió un gran mercado para el comercio de esclavos africanos. Originalmente se pensó que trabajarían en las alturas donde estaban ubicadas las principales minas; pero no resistieron las condiciones del ambiente y fueron aprovechados en las haciendas. La caída demográfica de la población nativa favoreció este tráfico pues los grandes latifundios necesitaban abundante mano de obra esclava. Unos 15 millones de africanos fueron capturados y enviados a América en ese período. La legitimidad de ese tipo de comercio se debió en parte a la predica de Fray Bartolomé de las Casas, quien al verificar los maltratos sufridos por los indios, ofreció como alternativa la “importación” de negros africanos para sustituirlos en los mismos menesteres. Sin embargo, a partir de sus escritos se puede hablar de la “dimensión humana del indio”. En cierto modo esa noción se vio respaldada porque los españoles les creían superiores a los negros por haber creado civilizaciones más complejas, y un sistema político que reproducía -de alguna forma- el de las monarquías europeas. 
Bartolomé de las Casas se convirtió así en defensor de los indios y en uno de los primeros “humanistas” del descubrimiento, frecuentemente citado como uno de los precursores de los derechos humanos o del derecho internacional humanitario; pero su actitud frente a los negros desmerece gran parte de esos calificativos. 

Es preciso mencionar que el viaje hacia América para los esclavos africanos era tan peligroso e insalubre como el destino en tierra firme, pues los negros morían hacinados en los barcos de transporte. Se sabe que solo una fracción llegaba con vida y en pésimas condiciones. 
Cuatro siglos duró ese comercio que se mantuvo aún en las primeras etapas republicanas o posindependentistas en varias naciones americanas. 

El fecundo historiador británico John H. Elliot en “Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830)” relata de manera similar como el afán de lucro de los conquistadores y sacerdotes fue más fuerte que su deber supuestamente “evangelizador”. No es muy difícil verificar esto porque muchas órdenes religiosas hicieron gran fortuna, sobre todo en agricultura y ganadería, al poseer grandes extensiones de tierra trabajadas por indios. El saqueo fue tanto de la riqueza mineral de América como de su mano de obra nativa. Sin dejar de lado que la evangelización no confirió mayores prerrogativas a los 
indios puesto que vivían en sociedades segregadas. Por ello se puede hablar de una “república de indios” y otra de "españoles" donde la movilidad social era prácticamente imposible. Solo las castas y la nobleza indígena mantuvieron algunos privilegios como la educación y la tenencia de tierras, pero el resto de la población vivió en condiciones de la peor degradación que se recuerde.

Para Elliot, el gran elemento que caracterizó tanto la aventura de los colonos ingleses como la de los conquistadores castellanos fue la religión; pero con notorias diferencias, pues los primeros asentamientos de América del Norte fueron concebidos bajo la tolerancia religiosa (los colonos leían directamente de la Biblia); mientras que en los dominios españoles la Iglesia imponía su interpretación del texto sagrado de forma absoluta. Esto limitó de alguna forma la respuesta frente a los cambios globales en las sociedades latinoamericanas, pues la rigidez del catolicismo impidió que pudieran renovarse o tornarse más progresistas.

De otro lado, la intromisión del fallecido líder venezolano Hugo Chávez en el asunto estuvo directamente relacionada con su retórica, ya que al igual que el subcomandante Marcos, condenó cualquier tipo de injerencia extranjera en los pueblos americanos. Ambas figuras consideraron que el sistema capitalista es otro instrumento de dominación de la conquista iniciada hace más de 500 años por Occidente.

La respuesta de Chávez puede entenderse como un ataque al entonces papa Benedicto XVI porque este deslizó algunas críticas al sistema político-económico (al marxismo) que se vino implementando en su país. En concreto, el pontífice dijo que “(el marxismo) dejó una herencia de destrucción económica (…)”. Además declaró que "hay motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas". Aunque si bien cuestionó al neoliberalismo por igual, la mención al modelo chavista fue más que directa. Al papa le preocupó la pérdida de fieles (el diario Folha de San Pablo reveló que en la última década el número de creyentes cayó del 74% al 64% en Brasil), tendencia que se ve reforzada por la vuelta a las religiones indígenas que se promueve en Bolivia, a las que el papa calificó de paganas y de representar una “involución en el recorrido de esos pueblos”.

El temor es que la cercanía de ambos regímenes (el venezolano y el boliviano) con el cubano termine por aislar o reducir las actividades de la Iglesia dentro de esas sociedades. América Latina es el “continente de la fe” o "de la esperanza”, según Juan Pablo II. Dicha calificación obedece a que no solo congrega a la mayoría de católicos repartidos por el mundo, sino que representa el espacio donde todavía no se ha despojado a la Iglesia de alguna de sus grandes prerrogativas o derechos. Su injerencia en asuntos internos como la política educativa y la salud reproductiva es más fuerte que en otras latitudes debido la debilidad institucional y la pobreza que caracteriza a los Estados latinoamericanos. Denominar a América Latina como “El continente de la esperanza” no significa al cristianismo le aguarde un gran y venturoso futuro, sino que esta región es el último bastión
 donde todavía se practica la fe.

Estas declaraciones fueron hechas en el marco de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (CELAM) en el santuario de Nuestra Señora Aparecida en Brasil, que reunió a 166 obispos y cardenales de 22 países.

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