lunes, 11 de junio de 2007

Filosofía de la religión: La imposibilidad de reconciliar fe y razón

La modernidad o posmodernidad bien puede ser llamada como la Edad Media del cristianismo ¿La razón? Es la orientación de una sociedad que se aproxima a hacer posible el bien sin tener un Dios de por medio. La “muerte de Dios” se producirá entonces cuando su representante en la Tierra, la Iglesia, deje de intervenir paulatinamente sobre lo público.

Ahora bien, este deicidio no tiene implicancias metafísicas, sino reales, es decir, que los valores heredados de la cristiandad no desaparecerán, pero sí muy probablemente la autoridad que encarna la Iglesia como entidad rectora de la moral. En ese orden ideas, asistimos pues a una apertura de la interpretación individual de la fe y no una guiada por un clero que viene perdiendo su liderazgo y prestigio. Esa es la única vía que puede salvar al cristianismo de la vorágine de los tiempos, pero principalmente de la obstinación de una dirigencia eclesial que responde a los cambios endureciendo sus posiciones.

La libertad en occidente está en peligro, y no únicamente por la amenaza de grupos terroristas u organizaciones criminales, sino por instituciones eclesiásticas que para hacer valer sus preceptos abogan por derogar algunas de las máximas conquistas de nuestra sociedad. Así, la libertad se convierte en un ideal pues sólo “mientras está amenazada se convierte en algo que aspiramos alcanzar”, explica el filósofo Isaiah Berlin. Para Berlin, la lucha por la libertad está plagada de intentos de individuos por suprimir el poder que, “al ser poseído o utilizado por algún otro individuo o grupo de personas, los limita para llevar a cabo sus propios deseos”.

En estos términos se hace la denuncia y crítica a la Iglesia cuando atraviesa por innumerables dificultades. En el pasado la irrupción de la modernidad debilitó su capacidad de dar respuestas convincentes a las interrogantes sobre el mundo. Lo que a la larga la llevó a apostar, como en el presente, por mayor dogmatismo e intolerancia. “Los cambios que sucedieron a nivel científico e intelectual en Europa erosionaron seriamente la credibilidad del mensaje cristiano, y la autoridad moral y ascendencia espiritual de las distintas Iglesias”, reseña Don Miguel de Unamuno. Las consecuencias de este gran enfrentamiento entre el intelectualismo liberal y científico con los postulados ortodoxos condujo al Concilio Vaticano I (1869-1870) en el que se reafirmó la infabilidad del Papa sobre las cuestiones de la fe.

Desde esa época la Iglesia trató de afrontar los desafíos que implicaban reconciliar la doctrina cristiana con la ciencia moderna. En vez de oponerse radicalmente, algunos sectores consideraron necesario establecer una nueva relación entre fe y razón, luego del desestabilizador arribo del iluminismo en el siglo XVIII. Los padres de la Iglesia, en particular Agustín de Hipona, fueron los primeros pensadores cristianos en advertir la conveniencia de relacionar fe y razón. La preferencia por los neoplatónicos del segundo lo llevó considerar que la razón y la fe no se oponen, sino que su relación es de colaboración.

Las reflexiones hechas es ese difuso e imposible campo de intersección fue revivida en el discurso del papa Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona. En dicha exposición el pontífice reafirma que el acercamiento entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego fue recíproco, es decir, que ambos acudieron voluntariamente a su encuentro cuando en realidad lo que hizo la teología fue apropiarse y desnaturalizar el pensamiento helénico. La manipulación de las ideas filosóficas de la antigüedad sirvió para “racionalizar” los postulados de una fe, esto es, hacerlos más creíbles a los fieles al dotarlos de cierta apariencia de cientificidad y razón. Nunca hubo tal encuentro como el descrito por el Papa, sino que la religión utilizó las escuelas clásicas para encontrar vías racionales de justificación.

Se sabe bien que el propio San Agustín adaptó los escritos latinos y platónicos. Así, echó mano del principio de causalidad aristoteliano ("Todo lo que se mueve se mueve por otro") para explicar que el problema del origen de las cosas se resuelve diciendo que Dios creó todo de la nada. La creación, para el escritor de “Confesiones”, ha tenido lugar en el tiempo. Dios crea de la nada y crea según razones eternas (ideas ejemplares existentes en la mente Divina). Pero recurrir al principio de causalidad no puede ser de utilidad porque dicho principio está vinculado a la idea de causalidad que pertenece al espacio-tiempo. Y no tiene sentido aplicar la noción de causalidad a un suceso que es previo a la aparición del espacio-tiempo, según la Teoría de la Relatividad y la Física Cuántica. El gran astrofísico Stephen Hawking lo resume de la siguiente manera: "Siendo el universo internamente consistente y autocontenido, su existencia no requiere nada exterior a él, no precisa ser puesto en marcha por nadie".

El propio Inmanuel Kant, en la “Crítica de la Razón Pura”, sostuvo que los tres argumentos para la demostración “racional” de la existencia de Dios (el argumento físico-teológico, el cosmológico y el ontológico) eran falaces porque escondían errores que los hacían inaceptables y estableció que no era posible su conocimiento científico aunque sí de un tipo de “conocimiento” denominado “fe racional”, por el que si bien no es posible el conocimiento objetivo o científico de la existencia de Dios, para Kant era necesario postular afirmativamente esa cuestión para que tenga sentido la experiencia moral.

De este modo, traficar con la razón para demostrar a Dios, como pretende Benedicto XVI, es totalmente contraproducente. Y más cuando la oposición entre fe y razón (o ciencia) fue establecida por el propio Dios. Ya que si revisamos detenidamente el libro de Génesis encontramos que la divinidad prohibió al hombre a comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Esto es revelador porque determina que Dios no deseaba que el hombre conociera más allá de lo que estaba permitido (por él naturalmente). Siguiendo a Mijaíl Bakunin, Dios no pretendía que el hombre se emancipara y abandonara su condición animal. El hecho de comer el fruto prohibido supone el primer acto de desobediencia y de curiosidad que caracteriza al pensamiento racional. El mismo Aristóteles dijo alguna vez que el deseo de conocer es una típica emoción humana. De ahí que condenar semejante despertar en el hombre indica que Dios se oponía a que éste alcanzara el conocimiento de las cosas que tenía la divinidad. Una posible interpretación del mito puede ser la siguiente: que el saber hace que el hombre aniquile a sus dioses y no que se condene, como sugiere textualmente la Biblia. El mayor temor de quienes idearon a la divinidad fue que el hombre, gracias al libre uso de su razón, siga su propio camino, independiente al de sus dioses. Esto es, no transitar por la vía única de entendimiento que el mito proporciona sobre el mundo, sino elaborar nuestras propias explicaciones. No cabe duda de que la teología aborrece que hayamos tomado vías separadas. Esto queda demostrado en el caso de teorías alternativas que explican el origen del universo y del desarrollo de la vida como la de Darwin. Cuando Dios conminó al hombre a no comer del árbol del bien y del “mal”, entendiendo al “mal” como la ciencia, trataba de evitar que su creación descubriese los verdaderos fundamentos de su existencia. Lo que pasó después fue lo que predijo la serpiente tentadora del relato pues se “abrieron nuestros ojos”. Y aunque no seamos como dioses, nuestra inclinación a conocer fue más fuerte que la proscripción de Dios.

Siguiendo con la crítica del discurso benedictino, si San Juan en el principio de su Evangelio señaló que antes de todo existía el “logos”. Esta afirmación (del logos) significa dos cosas como refiere el Papa: “palabra” y “razón”, que el pontífice utiliza en su segundo significado por obvias razones, valga la redundancia. Es decir, que la “razón” (que San Juan y Ratzinger identifican con Dios) pasa a ser un elemento a través del cual “la fe bíblica alcanza su meta” y “encuentra su síntesis”. “En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista”, en palabras de Benedicto XVI, quien con esa afirmación trata de forzar un encuentro recíproco entre “el mensaje bíblico y el pensamiento griego”, como si éste último se enriqueciera al lado del primero, cuando lo único que consigue es hacer mal uso de sus explicaciones.
En realidad, la originalidad papal es muy burda y recurre al principio de razón suficiente que se basa en la verdad o inteligibilidad del ser. Así, el “ego sum qui sum” o “yo soy el que soy”, o “yo soy”, simplemente revela a Dios y lo “distingue del conjunto de las divinidades con múltiples nombres”. Ese “ser de la divinidad” o “revelación” es suficiente para el Papa para afirmar no sólo su existencia, sino una iluminación tal que hace inteligible su conocimiento.

Al revelarse en la zarza ardiente a Moisés y mucho antes a otros patriarcas, Dios funde en su ser las nociones de “verdad” y “razón”. De ese modo la explicación de los misterios del mundo no sólo estaría completa, sino que sería la única posible y la “razón” no tendría otras vías de escape o caminos que los de la identidad con Dios. Dice Benedicto XVI: “En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fundido con la fe (…)”.

Dios ya no sólo es “amor”, sino “razón” para el ex Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio). Toda esta fundamentación en estos tiempos tiene el viejo propósito de convencer y persuadir. Es decir, de tergiversar los hechos y los racionamientos para lograr una mejor asimilación del cristianismo con el presente. O, dicho de otro modo, para defender la “fe” de los métodos científicos y racionales que prescinden del mensaje cristiano por ser incompatible (o no necesario, más bien) con la explicación que hacen de los fenómenos.

Con Tertuliano (155 - 230 d.C.) comienza la tradición de vincular a Dios con el logos. Tendencia recogida por los primeros teólogos y padres de la Iglesia. Posteriormente en el siglo XX el papa Juan Pablo II, en su Encíclica Fides et Ratio (1998), profundiza el “análisis” de la relación entre fe y razón, cuya última elaboración doctrinal corresponde al controversial Discurso de Ratisbona.

“¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia?” es lo que se pregunta Tertuliano. Con ello inaugura la comprensión del helenismo en los escritos del Nuevo Testamento. Los pensadores cristianos hicieron con la filosofía griega lo mismo que sucedió con el judaísmo: apoderarse de sus elementos fundamentales. En el caso del segundo, por los orígenes de Jesús, se incorporó la idea del Dios único; aunque esta noción ya había sido introducida en Egipto por el faraón Akenatón.

Ahora bien, por más que Saulo de Tarso haya recibido las influencias de las corrientes gnósticas de la época, de las religiones de grandes misterios y de la filosofía estoica, la confluencia del cristianismo y la razón griega en la elaboración de la teología, resulta por demás artificial. Artificial en el sentido de que la filosofía (la razón) sirve a los criterios de utilidad de una religión para propagar y hacer más entendible su mensaje ¿Si la revelación divina era lo suficientemente clara, para qué recurrir a métodos humanos que expliquen lo que se autodefine como incuestionable para los sentidos y evidente para el alma?

Pero eso no es lo más importante al momento de sostener la imposibilidad de reconciliar fe y razón pues de por sí la creencia en verdades últimas clausura toda posibilidad de alcanzar nuevas cimas de conocimiento. “No tenemos necesidad de curiosear, una vez que vino Jesucristo, ni hemos de investigar después del Evangelio. Creemos, y no deseamos nada más allá de la fe: porque lo primero que creemos es que no hay nada que debamos creer más allá del objeto de la fe”, dice Tertuliano (De Praescriptione, 7, 1). Conclusión: La fe no puede igualarse a la razón que no sea en sus propios términos y condiciones, así, todo saber está constreñido a lo que la fe le permita aprehender.

De otro lado, el mismo Tertuliano expresaba que “todas las herejías, en último término, tienen su origen en la filosofía”. “(…) Es el miserable Aristóteles el que les ha instruido (a los hombres) en la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté suficientemente examinado”.

De ahí que la duda, el cuestionamiento y la curiosidad, las principales cualidades del pensamiento filosófico, no puedan ser reconciliables con las verdades de un dogma, en las que se cree o no, sin hacer juicios sobre su validez o autenticidad. La incuestionabilidad de los postulados de la fe la convierten en algo cognoscible e irrevisable a la vez. Por eso la razón no sólo no puede examinarlos, sino que no logra su cometido de buscar nuevas verdades.

Fe y razón no pueden ir de la mano, sino servir al equivocado propósito de justificarse o contradecirse en ambos casos. Clemente de Alejandría ilustra diáfanamente el objeto de insistir con la relación entre fe y razón ya que la segunda posibilita “la defensa de la fe”. “La enseñanza del Salvador es perfecta y nada le falta, por que es fuerza y sabiduría de Dios; en cambio, la filosofía griega con su tributo no hace más sólida la verdad; pero hace impotente el ataque de la sofística e impide las emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice que es con propiedad empalizada y muro de la viña”. Esto muestra como la razón es sometida a criterios de utilidad y reducida a una condición de servidumbre por la fe. La razón no se libera de sus ataduras cuando es intervenida por la fe, sino que el nuevo “mithos” cristiano cumple la función del viejo “mithos” griego en cuanto a la explicación de los misterios del mundo. La razón ahora incapaz de explicar por si misma los fenómenos sin la mirada vigilante y censora de la religión, se ve obligada a renunciar al principio de autonomía, propio de todo pensamiento libre.

El filósofo Fernando Savater es muy claro al respecto pues considera que “una de las características de la razón (siguiendo a Kant) es que sirve para ser autónomo, es decir, los seres racionales son más autónomos que las personas que no han desarrollado su capacidad racional”. “(…) Creo que la autonomía es fundamental, y esa autonomía es lo que justamente permite la razón. El no desarrollo de la razón nos hace estar dependiendo”.

La función principal del pensamiento racional fue de la de “luchar por que no predominen los dogmas irracionales, las supersticiones, los fanatismos, aquello que de alguna forma iría en contra de la razón. De modo que la razón es una muestra de convivencia, pero también una fuente de disidencia y de rebelión”, explica el filósofo de la Universidad Complutense de Madrid.

Como tiene límites, la razón debe permanecer abierta, y lo que le reprocha Tertuliano a Aristóteles (lo mismo que hicieron los acusadores de Sócrates): “de poner en duda siempre todo” (algo que detestan por antonomasia los dogmas), contradice el verdadero espíritu racional de mantener las preguntas abiertas, es decir, de intentar respuestas provisionales o tentativas a los problemas fundamentales. El polémico discurso pronunciado por el Papa en Ratisbona es muy claro en sus objetivos al señalar que el encuentro entre fe y razón tiene su “fin y huella histórica en Europa”. La intención es la de advertir “que Europa no es Europa sin el cristianismo o si deja de ser cristiana”. Es como si el Viejo Continente fuera no sólo depositario (o heredero) de una larga y valiosa tradición judeocristiana, sino de su exclusiva propiedad. La noción patrimonialista bajo la que concibe el primado de la Iglesia Católica a un continente mayormente laico es por demás alarmante. Ello explica en gran medida el por qué de muchas de sus últimas y desacertadas actuaciones.

Los peligros que encierra el estudio del Discurso de Ratisbona sobre el secularismo, que causó un gran revuelo con Islam al calificarlo de violento (de convertir por la fuerza), a través de una referencia al emperador Manuel Paleólogo II, son inconmensurables si se los compara con los entredichos entre dos de las religiones del “Libro”. Es preciso advertir que el racionamiento papal intenta justificar la necesidad de su religión como rectora de la moral. Para él ni la ciencia ni la razón común (libre de condicionamientos religiosos) son capaces de responder a las inquietudes fundamentales de la existencia de: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?, etc. “El sujeto”, menciona el pontífice, “basándose en su experiencia, decide lo que considera sostenible en el ámbito religioso, y la "conciencia" subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética”.

“Sin embargo”, continua Benedicto XVI, “de este modo la ética y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal. La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y la razón, patologías que necesariamente deben explotar cuando la razón se reduce hasta tal punto que las cuestiones de la religión y la ética ya no le interesan”.

Pero Ratzinger convenientemente desconoce que existen ejemplos de que una ética no religiosa es capaz construir una comunidad y un orden dentro de ella. Tal vez el nombre de Confucio (551 AC – 479 DC) no le suene mucho al Papa. A manera de resumen, el filósofo chino estableció con éxito una ética laica en China mucho antes del cristianismo, ya que diversos emperadores, principalmente de la dinastía Han, se inspiraron en la obra de este gran pensador para organizar la sociedad china. El orden que trajo a su nación perdura hasta ahora y es responsable de ejercer una influencia en diversos ámbitos de la vida de los chinos como la familia, el trabajo y la política. A continuación se reseña algunas ideas extraídas de “Los Cuatro Libros” de Confucio y una selección de notas de Joaquín Pérez Arroyo.

En su sistema filosófico no se discute las cuestiones ontológicas (del ser) ni las metafísicas propias de una religión, sino las soluciones prácticas a los problemas de la existencia individual y social. “Confucio, que no era monoteísta, pues creía en el culto a los antepasados y diferentes poderes escasamente antropomorfizados, crea una teoría moral y política que no habla de espíritus o cómo es el cielo pues su sistema trata de lo que intenta conocer y transformar: el mundo”. Se podría decir que creó una “religión cívica” (caracterizada por su tolerancia hacia otros cultos y despreocupada por las cuestiones sobrenaturales). Lo importante para Confucio era la armonía que debe existir en los diferentes niveles de la vida y entre éstos. En ese sentido, “cualquier referencia al Cielo, indica que es un poder superior, pero no está ni personalizado, ni claramente separado del mundo. No es algo meramente pasivo, puesto que de él vienen acciones y mandatos, pero en ningún momento se deduce que sea un Dios al estilo judeocristiano, es decir, único, creador del universo y providente”.

Para Confucio, “el hombre debe estar en armonía con el cosmos, lo que supone estar de acuerdo con lo ordenado por el Cielo. Con este fin, el hombre debe trabajar para autoperfeccionarse, lo que conseguirá por medio de la introspección”, algo similar al “conócete a ti mismo” del Oráculo de Delfos. Esto se denomina “mirar hacia dentro” o “volverse hacia dentro”. “El estudio o autoexamen permitirá que el hombre pueda conocer los deseos del Cielo. Este conocimiento le servirá para desarrollar su Li, que es un concepto con el que se identifica la corrección, la etiqueta, las buenas formas interiorizadas y no simplemente externas y aprendidas, sino identificadas con el propio yo que ya forman parte de él”. Otra idea destacable es la de hombre superior, que posee una superioridad moral que no está relacionada con el estrato social de la persona. “El hombre superior confuciano es educado y justo, posea la virtud como algo inherente a su naturaleza y permanece siempre en el “Justo Medio” (noción de moderación en todo, hasta en lo bueno)”.

“La misión del hombre superior es dirigir y orientar a la sociedad, es decir, a los demás hombres que no alcanzan su perfección. Este punto es de capital importancia, ya que este pensamiento tuvo éxito insospechado y una proyección brillantísima en la China posterior hasta el punto de que la peculiar burocracia que se creó y consolidó a través de las diferentes dinastías llegó a identificarse totalmente con esta idea, lo que dio lugar a un elevado espíritu de servicio en las buenas épocas”. “El confucionismo se trata entonces de una doctrina que interviene en una sociedad a la que pretende dirigir a altas cotas de organización y moralidad. Confucio sólo ve al hombre realizado en tanto que como ser social ocupa un puesto y desempeña una función”.

Toda la estructura de la sociedad confuciana reposaba en la familia, que era el modelo inicial sobre el que se construía el Estado. Lejos de ser nuclear y reducida como en occidente; “se trataba de un verdadero clan, muchos de cuyos miembros vivían bajo el mismo techo, reconocían un antepasado común y conservaban vínculos con otros grupos del mismo origen por encima de la distancia y de las generaciones”. La extensión de la familia china hacia que esta fuera una especie de mini reino o unidad de poder a la que “son aplicables la jerarquización, el protocolo y los métodos de gobierno”. El Estado podía verse como una gran familia o reunión de éstas en el que se reproducían casi las mismas obligaciones morales y deberes.

Como ámbito de socialización primaria, la familia servía para que el hombre pudiera ensayar y mejorar sus capacidades intelectuales y morales. De esta forma el hombre superior se inicia en la familia y “difícilmente podrá gobernar un Estado quien no sea capaz de gobernar primero su propia familia”. “La jerarquía confuciana en la familia no es obstáculo para que el hombre de estratos inferiores pudiera alcanzar la perfección. La compleja graduación entre padre, madre, hijo mayor, hijo menor respondía al anhelo confuciano de de fijar el puesto de cada uno”. Pero no impedía la posibilidad escalar en el pirámide social.

La sociedad ideada por Confucio “no pretendía preservar la decadente sociedad feudal del siglo V a.C. Para los confucianos, los hombres son todos básicamente iguales, con independencia del lugar y posición en los que hayan podido nacer; pero esto no quiere decir que puedan mantenerse iguales porque ni es posible ni deseable para el buen funcionamiento social. Lo ideal sería que todos los individuos alcanzaran la perfección necesaria para llegar a ser hombres superiores, pero la realidad objetiva es que éstos son una minoría, mientras que los hombres vulgares son una gran mayoría”.

Bajo este sistema, era posible romper con los condicionamientos de los orígenes mediante la superación individual. “Si el hombre era verdaderamente virtuoso, debería poder alcanzar los puestos de mayor importancia y responsabilidad. Esta doctrina contradice los principios de cualquier feudalismo y atacaba entonces a la base de la sociedad en la que los confucianos se desenvolvían, puesto que, en un mundo de nobles caballeros, la herencia, el poder y la sangre eran los valores máximos, y no la virtud”.

El resultado de esto era un “Estado rico y bien gobernado” ya que las familias eran creadoras de buenos individuos. El hombre bajo estos conceptos podía no solo conocerse, sino mejorarse a sí mismo. El hombre nace neutro (sin conocimiento del contenido moral y de su función dentro de la sociedad), es decir, sin mancha ni pecado ya que tiene que descubrir la verdad. El máximo deber consistía en hacer de nuestra vida lo mejor que podamos de ella para el bien de la sociedad.

Concluida esta parte, resulta evidente que la constitución de un Estado laico independiente de toda influencia religiosa en plausible en la medida se nutre de fuentes profanas.

En la actualidad, “las formas religiosas de pensamiento y las formas religiosas de vida quedan sustituidas por equivalentes racionales, y en todo caso por equivalentes que resultan superiores” conforme a la lectura que hace Jürgen Habermas de “secularización” en “el sentido jurídico de una transferencia coercitiva de los bienes de la Iglesia al poder secular del Estado”. “Por eso”, dice Habermas “ese significado ha podido entonces transferirse al surgimiento de la modernidad cultural y social en conjunto”.

En el discurso de Jürgen Habermas en la Pauslkirche de Frankfurt de Octubre de 2001, Sobre Fe y Saber, el filósofo alemán establece claramente el papel que debe desempeñar toda religión en el seno de una sociedad “postsecular”. A decir del gran pensador de nuestro tiempo, “(…) Desde el punto de vista del Estado liberal sólo merecen el calificativo de “racionales” aquellas comunidades religiosas que por propia convicción hacen renuncia a la exposición violenta de sus propias verdades de fe. Y esa convicción se debe a una triple reflexión de los creyentes acerca de su posición en una sociedad pluralista”. “La conciencia religiosa en primer lugar tiene que elaborar cognitivamente su encuentro con otras confesiones y con otras religiones. En segundo lugar, tiene que acomodarse a la autoridad de las ciencias que son las que tienen el monopolio social del saber mundano. Y finalmente, tiene que ajustarse a las premisas de un Estado constitucional, el cual se funda en una moral profana. Sin este empujón en lo tocante a reflexión, los monoteísmos no tienen más remedio que desarrollar un potencial destructivo en sociedades modernizadas sin miramientos”.

Habermas advierte perfectamente los males que puede ocasionar una fe que no sabe ubicarse o encontrar su posición dentro de la comunidad. De ahí que sea sumamente preocupante la actual postura de la Iglesia, ya que Ratzinger sostiene “que la fuerza del catolicismo no radica en el diálogo ni en la tolerancia, sino en la convicción”, y que por tanto resultan "innegociables" cuestiones como la defensa de la vida humana, la familia, la indisolubilidad del matrimonio, el celibato sacerdotal, así como el repudio del aborto, el divorcio y las uniones entre homosexuales. Esto entra en contradicción con lo expuesto por el pontífice hace un par de meses en Ratisbona pues en aquel discurso expuso la necesidad de “escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad”, así como mantener “el diálogo entre las culturas”.

Toda la supuesta apertura del discurso queda oscurecida con el Sacramentum Caritatis dado a conocer hace unas semanas. El diálogo que pretende entre fe y razón, al estar anulada la oposición entre ambos, implica una verdadera sujeción del segundo concepto al primero. En ese orden de ideas, nada resulta más contundente que la posición antidemocrática de la Iglesia en palabras del propio Papa.

Esta anulación o desden por el diálogo y la tolerancia, dos de las principales características de toda sociedad secular, expuestas por el Vaticano, no dejan lugar a la duda ni a interpretaciones benignas. Lo que dice Benedicto XVI refleja efectivamente lo que piensa y siente la Iglesia desde hace siglos. Sus pretensiones por anular la libertad y otros derechos no soy muy distintas de las esbozadas por otros totalitarismos partidarios o ideológicos. Ratzinger también olvida que “quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia (como los fueros inquisitorios del pasado) ni a las amenazas (de excomunión a los fieles que se oponen a introducir medidas antiprogresistas)”. Si bien Occidente, particularmente Europa, es heredero de una “trinidad” conformada por la filosofía griega (que supuso el paso del mito y la magia a la razón, y con ella a la ciencia, la democracia, la enseñanza), el derecho romano (elemento distintivo de Occidente y regulador de conductas humanas) y el cristianismo (como base moral de todo orden), ese pasado religioso no puede condicionar el futuro y menos pretender anquilosarse.

Fiodor Dostoievski dijo alguna vez que “si dios no existe, todo está permitido”. Frase con la que comulgan en el Vaticano para acusar, o más bien, para atribuir al nihilismo muchos de los problemas y crisis que enfrentamos. Pero esta máxima no debe entenderse de esa forma, sino como una posibilidad de determinar por nosotros mismos lo que nos está permitido hacer. Al final de cuentas implica asumir la responsabilidad de nuestras vidas y del destino que tome. De ahí que condenar a la modernidad y atribuirle hechos como la irrupción del nazismo o del comunismo refleja una miopía que el actual pontífice comparte con su antecesor.

El laicismo de nuestro tiempo no tiene porque ser irreligioso y violentamente anticlerical como ocurrió durante la Revolución Francesa, sino abierto y tolerante. Es en el seno de una sociedad secular donde mejor pueden coexistir las diversas comunidades religiosas porque a todas y cada una de ellas se les permite expresarse. “(…) En la disputa entre las pretensiones del saber y las pretensiones de la fe, dice Habermas, “el Estado tiene que permanecer neutral en lo que se refiere a cosmovisión, no prejuzga en modo alguno las decisiones políticas en favor de una de las partes. La razón pluralizada del público de ciudadanos sólo se atiene a una dinámica de secularización en la medida en que obliga a que el resultado se mantenga a una igual distancia de las distintas tradiciones y contenidos cosmovisionales. Pero dispuesta a aprender, y sin abandonar su propia autonomía, esa razón permanece, por así decir, osmóticamente abierta hacia ambos lados, hacia la ciencia y hacia la religión”.

Vivir en un Estado secular exige escindir “la identidad en dos, en una parte privada y en una parte pública”, prosigue Habermas. Esto indica que los creyentes tienen “que traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular antes de que sus argumentos tengan la perspectiva de encontrar el asentimiento de mayorías”. Sin embargo, y a pesar de que los creyentes pueden hallarse en desventaja al tener que ceder, “las mayorías secularizadas no deben tratar de imponer soluciones antes de haber prestado oídos a la protesta de oponentes que en sus convicciones religiosas se sienten vulnerados por sus resoluciones; y debe tomarse esa objeción o protesta como una especie de veto retardatorio o suspensivo que da a esas mayorías ocasión de examinar si pueden aprender algo de él”.

De lo que se trata es de establecer un verdadero diálogo y reciprocidad, pero no de una unidimensionalidad del mensaje. Generalmente cuando la Iglesia Católica proclama su “universalidad”, lo único que alude con ello es su propio entendimiento de lo universal. Excluyendo a cualquier otra confesión o ideología que no dialoga en sus términos. ¿Dónde queda el famoso ecumenismo o encuentro entre religiones que promovía el pontífice?

De otro lado, el Papa no encuentra equivalencia entre el "pluralismo político" y el “pluralismo ético", para el que todas las posiciones morales son igualmente lícitas y justificables por criterios de utilidad. La Iglesia de Ratzinger se ha apropiado del llamado Derecho natural, que a veces considera casi como una traslación de sus propios principios doctrinales, y ha establecido ahí su línea de resistencia al "pluralismo ético", expresión menos imprecisa que "laicismo". Cuando se opone a leyes que, en su opinión, erosionan la familia tradicional, la Iglesia no dice defender sus propias creencias, sino el "bien común".

El teólogo progresista suiza, Hans Küng, tal vez el mayor crítico y conocedor de los dilemas de la Iglesia, establece posiciones de acercamiento sensatas al preconizar una “ética mundial” que aborda los problemas del mundo moderno, y particularmente, de la globalización, desde una perspectiva media, es decir, de principios universalmente reconocidos no sólo por las diversas religiones, sino por cualquier ideología que reconozca como mínimo la dignidad del hombre. Para Küng, los ejes rectores de la ética mundial son sencillos, así pues tenemos al aforismo “no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti” que viene desde Confucio y que es un principio fundamental que regula las relaciones humanas y entre los Estados. Otra norma es la de que “todo ser humano debe ser tratado humanamente”. Y en general los mandamientos del Decálogo judío como “no matar”, “no mentir” y “no robar”, que bien analizó el filósofo español Fernando Savater en elocuentes programas televisivos.

Ahora bien, y a modo de ejemplo, Küng plantea, desde su perspectiva ética, una ética mundial que basa en principios verdaderamente comunes. Así, la “ética mundial” no toma una posición sobre algunos de los grandes problemas controvertidos como el aborto, la anticoncepción, la homosexualidad o la eutanasia. Pero sí nos dice que “no hay que llegar a extremos de ninguna clase”, algo que recuerda mucho a San Agustín y a Aristóteles.

La “ética mundial” no es una nueva ética, sino una especie de condensación de viejos postulados fácilmente identificables por los sujetos. En vez de valorar, para el caso concreto del aborto, “que todo esté permitido” como quieren diversos grupos feministas para utilizarlo como método anticonceptivo general. Tampoco la “ética mundial” abrazará las intransigentes posiciones del Vaticano bajo las que no es posible abortar por ninguna causa, al extremo de comparar el aborto como "el genocidio de nuestros días". Ante posturas irreconciliables, hay que atender a la vida de las mujeres pobres que se lo practican, ya que no se pueden excluir en todos los casos la posibilidad de practicárselo. Entonces, habría supuestos racionales en los que si procedería el aborto, pero de forma excepcional.

Küng, conocido por sus cuestionamientos a la Iglesia, no deja de advertir el daño irreparable que determinadas posiciones le están causando a la fe. Apartado de la enseñanza teológica desde hace casi 30 años, pues se le retiró la autorización eclesiástica. Ubica en la misma línea de Juan Pablo II al actual pontífice por mantener “una política exterior exige a todo el mundo conversión, reforma y diálogo”. La mejor prueba del carácter antidemocrático del Vaticano se evidencia en su estructura política, es decir, en la forma en que desdeña la separación de poderes. “En caso de disputa, la misma autoridad actúa como legisladora, fiscal y juez. Consecuencias: un episcopado servil y una situación jurídica insostenible. Quien litigue con una instancia eclesiástica superior no tiene prácticamente ninguna oportunidad de que se le haga justicia”, refiere Küng.

La “infabilidad” papal traslada de la fe a la política es fuente de autoritarismo. Esto se refleja en asuntos claves como las políticas de natalidad. Así, Küng indica que la postura del pontífice “en contra de la píldora y del preservativo, podría tener mayor responsabilidad que cualquier estadista en el crecimiento demográfico descontrolado de numerosos países y la extensión del sida en África”.

Pero la posibilidad de diálogo no sólo es negada a agentes externos a la Iglesia, sino a una “variedad de teólogos, sacerdotes, religiosos y obispos que son perseguidos por su pensamiento crítico y su enérgica voluntad reformista”. El caso del desautorizado teólogo Jon Sobrino encaja en esta realidad. El ecumenismo que tanto proclama Benedicto XVI no deja de ser una retórica vacía por la manifiesta oposición del catolicismo romano a dialogar con las demás confesiones en un plano de igualdad. Esto socava la tendencia inaugurada por el Papa Pablo VI, que pedía el diálogo dentro y fuera de la Iglesia. Benedicto XVI, al igual Juan Pablo II, “descalifica a las religiones del mundo y las tilda de formas deficitarias de fe”. “Consecuencias: la desconfianza hacia el imperialismo romano está ahora tan difundida como antes. Y esto no sólo entre las iglesias cristianas, sino también en el judaísmo y el Islam, por no hablar de India y China”.

“Ratzinger”, comenta el columnista del diario El País, Paolo Flores D'Arcais, “obviamente no sitúa todas las religiones monoteístas al mismo nivel: a la religión cristiana en su versión "católica apostólica romana" se le reserva un primado conferido en virtud de su capacidad, que sólo el catolicismo ejecuta de forma acabada, de ser una religión no sólo de la fe sino también del logos”.

El punto más relevante de la crítica de Küng tal vez sea el referido a la moral. “(…) Por su rigorismo ajeno a la realidad, pierde credibilidad como autoridad moral: las posiciones rigoristas en materias de fe y de moral han socavado la eficacia de los justificados esfuerzos morales del Papa. Consecuencias: aunque para algunos católicos o secularistas tradicionalistas sea un superstar, este Papa (por Juan Pablo II) ha propiciado la pérdida de autoridad de su pontificado por culpa de su autoritarismo. A pesar de que en sus viajes, escenificados con eficacia mediática, se presenta como un comunicador carismático (aunque al mismo tiempo es incapaz de diálogo y obsesivamente normativo de puertas adentro), carece de la credibilidad de un Juan XXIII”.
“(…) En vez de orientarse por la brújula del evangelio, que ante los errores actuales apunta en dirección de la libertad, la compasión y el amor a los hombres, Roma sigue rigiéndose por el derecho medieval, que, en lugar de un mensaje de alegría, ofrece un anacrónico mensaje de amenaza con decretos, catecismos y sanciones”.

Si en el pasado se pasaron por alto las “críticas” de la Iglesia (o más bien demandas a la conversión de Europa) porque Karol Wojtyla servía a los intereses del aparato de propaganda occidental que descalificaba al comunismo; ahora esos cuestionamientos generan, desmantelado el imperio soviético (por sus propias contradicciones económicas y no por la prédica papal), “una animosidad de gran parte de la opinión pública y de los medios de comunicación frente a la arrogancia jerárquica que se ha intensificado de forma amenazadora”.

El Papa Benedicto XVI vuelve a cargar contra el secularismo con la vieja fórmula de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. De ahí que la doctrina de la Iglesia, que no sólo tiene pretensiones de verdad última sobre la fe, sino también lo que constituye el fundamento de lo racional, intervenga constantemente (amenazando) de que los parlamentos y gobiernos que promulguen leyes contrarias a los postulados de la Iglesia se expondrían no sólo a ser excomulgados, sino a perder la salvación.

Los campos de batalla (entre el movimiento secular y la religión) están por casi toda Europa, principalmente en aquellos países donde el catolicismo todavía es fuerte y defiende sus creencias ante cualquier vestigio de cambio. Se aprovecha de la debilidad de algunos regímenes como el italiano o el español (en su caso es más que nada pasajero y coyuntural que estructural) para imponer su agenda o vetar iniciativas y reivindicaciones de colectivos que demandan reconocimiento e igualdad. Este es el caso de las uniones de hecho en Italia cuya aprobación por parte del Gabinete de Romano Prodi encontró un duro revés en el Parlamento de los partidos conservadores y de derecha. Así, la legislación de derecho de familia que repudiaba el Vaticano casi ha desaparecido de la agenda.

En España, la alianza entre la derecha y el obispado suenan casi igual cuando se pronuncian sobre cualquier asunto. El diagnóstico hecho por el historiador Joan B. Culla i Clarà es que “el catolicismo español ha perdido transversalidad -o, para decirlo en sus propios términos, universalidad- a borbotones; se ha transformado en una facción seguramente más dura, más compacta, más disciplinada, pero más pequeña, mucho más hosca y muchísimo menos permeable”. “Desde esa fortaleza presuntamente asediada donde ella misma ha querido encerrarse, la jerarquía episcopal no cesa de lanzar proyectiles y calderos de aceite hirviendo contra todo aquello que, en el exterior, no es de su gusto, ya sea de naturaleza política o religiosa, temporal o espiritual”.

Estos dos casos son muestras de lo que también sucede en otras latitudes, pero sigamos en Europa que el ejemplo más espeluznante corresponde al polaco. En Polonia, los hermanos Lech y Jaroslaw Kaczynski, presidente y primer ministro de ese país, respectivamente, representan el aspecto más alarmante del “neofundamentalismo” cristiano. Desde sus cargos y apoyados por una población radicalizada impulsan reformas que agradarían al clero afincado en Roma toda vez que promueven leyes contra homosexuales y persecuciones contra ex colaboradores de los comunistas. Estos actos pueden calificarse de una persecución política a secas, en el caso de los comunistas. La mayor ambición de los hermanos Kaczynski es la "renovación moral" del país y la preservación de los valores familiares. Pero esta cruzada por los “valores” ha llevado a nuevas cotas de intolerancia y retroceso en el terreno de los derechos humanos.

Si el Estado (la ley, las cortes de justicia y el principio de autoridad) se constituyó para impedir la venganza, la ley que castiga la colaboración en Polonia con la pérdida del trabajo o con la prohibición para ejercer la profesión por 10 años no sólo es violatoria de derechos constitucionales y de tratados internacionales, sino que arroja la preocupante conclusión de que el Estado se ha convertido en un agente que canaliza el odio mayoritario contra una minoría. En aras de orientar cada vez más a Polonia hacia el catolicismo ultraortodoxo, el gobierno impulsa una ley para prohibir las charlas sobre homosexualidad en las escuelas, bajo pena de despido, multa y hasta prisión. "Si esa clase de aproximación a la vida sexual fuera promovida a gran escala, la raza humana podría desaparecer", advirtió el presidente Lech Kaczynski. En la sociedad civil polaca también se aprecia posiciones similares a las de su Ejecutivo. La derecha católica ha difundido en ella sus ideas radicales contra el aborto, los homosexuales y los musulmanes. También es común encontrar mensajes en la radio de corte antisemita que transmite la emisora Radio Maria, dirigida por sacerdotes.

La intención de todos estos esfuerzos de la Iglesia, gobiernos como el polaco y partidos afines es la de “defender” los valores cristianos para no desaparecer; aunque las metas del Vaticano son mucho más ambiciosas ya que espera influir en las autoridades y ciudadanos. Lanzar ofensivas y contraofensivas y no reparar en las causas de su propia crisis supone un grave error. Uno que lamentará seguramente cuando su estrategia contra el espíritu autónomo del individuo choque contra lo que ese espíritu no está dispuesto a renunciar.

En pocas cosas podemos estar de acuerdo los seres humanos, de ahí que la democracia sea la forma que comúnmente hayamos elegido para ventilar y discutir nuestras diferencias. El problema pasa cuando en Estados que se suponen o creen fundarse en el laicismo se cuela, de vez en cuando, los arrebatos de alguna religión. Esta invasión de la esfera pública y privada es grave cuando se imponen, sin reparar en las consecuencias, una serie de dogmas sobre toda la colectividad aun cuando parte de ésta no comulgue con “verdades reveladas”. Cuando lo sagrado “sacraliza” lo público tiende a corromperlo pues el sustento de aquello debiera ser la heterogeneidad y no lo homogéneo, o una cosmovisión única y pétrea de las cosas. A este fenómeno corrosivo se le llama politización religiosa, que se presenta en el momento que una institución eclesiástica hace política con el propósito de promover cambios sociales a través de la legislación. Cambios que sin lugar a dudas buscan afianzar o consolidar los fundamentos propios del dogma dentro de la sociedad.

La invasión del cuerpo estatal (de lo público) se realiza como la de un virus, es decir, como la de un microorganismo que se reproduce y alimenta de su huésped, en este caso, del Estado. La Iglesia, más parecida en este caso a un súcubo, tiende a recurrir cada vez más a este tipo de prácticas cuando estima que su poder o influencia sobre la sociedad disminuye o corre riesgo de diluirse. Sus constantes ataques sobre las bases de nuestra civilidad son prueba fehaciente de su tenaz resistencia a desaparecer. Dada su incapacidad para ajustarse a las transformaciones sociales, es decir, a los cambios, pretende frenar el inevitable avance de la ciencia y del secularismo por medio de todo tipo tretas y artimañas.

A raíz de la separación entre Estado y religión (debida en parte a León XIII) su participación en el poder ha menguado y sólo le queda buscar alguna grieta por donde inocularse. Estas grietas representan asuntos socialmente discutibles o problemáticas a las que el Estado y la sociedad civil no han podido abordar con determinación o no encuentran una solución definitiva, generalmente por la oposición de la Iglesia y sus partidos afines. Mientras existan esos espacios oscuros o intersecciones nebulosas la Iglesia verá en ellos una oportunidad para intentar dirigir o regular las conductas humanas.Esa particularidad de la Iglesia se debe a que es una institución política sin partido, que ha prescindido de dicha organización dado que inspira doctrinariamente a muchas de organizaciones partidarias y ha entablado, a lo largo del tiempo, alianzas con diversos actores políticos (dictadores, tiranos y déspotas) a cambio no alterar su participación en el poder.

Además posee otros mecanismos de presión para promover o llevar a cabo las reformas que pretende como las polémicas invocaciones de sus autoridades eclesiásticas o por medio de la educación."Los seres que no se adaptan tienden a extinguirse" según Darwin. Si la Iglesia sobrevive hasta nuestros tiempos se debe en parte a que en lugar de cambiar ha tratado de evitar que la sociedad cambie, ya que si ésta lo hace, necesitaría cada vez menos de los oficios de la institución que la condujo a unos de sus capítulos más oscuros (recordar la Edad Media).

No deja de llamar la atención que las acciones del Vaticano puedan calificarse de intromisiones de un Estado en otros. Esto porque la Santa Sede ha constituido un Estado Pontificio con presencia histórica, cultural y diplomática en diversas regiones del mundo. Así las cosas, las peligrosas ramificaciones de una religión que rivaliza con Estados nacionales y distintos sectores de la sociedad civil puede configurar un incidente que vulnere la soberanía, una de las premisas fundamentales de la modernidad.


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