lunes, 11 de junio de 2007

Historia de la religión: No esclavizarás, el mandamiento olvidado de Dios

El título de este trabajo explica de antemano cuál ha sido el mandamiento omitido por la divinidad cuando entregó las Tablas de la Ley a Moisés. Dicha omisión revela que los Diez Mandamientos fueron elaborados exclusivamente por seres humanos para ordenar su sociedad en base a normas básicas -la mayoría de ellas prohibiciones-, y no por un ser supremo como suele pensarse. Atribuir a Dios la creación de un cuerpo de reducido de preceptos (el Decálogo), aunque en el Antiguo Testamento hay muchos más, genera muchas incógnitas ya que no incluir en esa selecta lista un pronunciamiento acerca de la igualdad entre los hombres produce una contradicción doctrinal que ningún teólogo ha podido resolver. La contradicción aludida se presenta cuando Dios hace al hombre a su imagen y semejanza y se convierte en padre de éste. De ahí que si todos los hombres tienen un mismo origen en el halito divino no se explica cómo es que pudo reducir a unos a esclavitud; mientras otros tantos eran libres. Si Dios repudiaba la esclavitud de su pueblo en Egipto, debió repudiarla no sólo para Israel, sino para todo el género humano, porque de no hacerlo vulneraba los designios iniciales de dotar a los hombres de libertad (pues el hombre era la figura estelar de la creación y debía gobernarla), y de igualdad, toda vez que los hizo iguales entre sí, tomándose asi mismo como modelo.

El olvido de un mandamiento tan sagrado y esencial no puede ser casual. Su marginación a la vez que asombra revela que no pudo deberse al error de un ser perfecto, sino a la intencionalidad humana de asegurar un determinado orden económico y social. La omisión, grave como es, no puede ser obra de un Dios porque violaría inexorablemente su esencia. Esto puede apreciarse cuando advertimos que algunos mandamientos –en realidad la mayoría de ellos- son inferiores a “no esclavizar”. Así, por ejemplo, “no convertir al hombre en propiedad de otro” es muy superior a “no robar” porque el primero señala que todos los hombres tienen una misma condición y merecen respeto por el hecho de serlo; mientras que el segundo (el séptimo mandamiento en el catecismo católico) tiene un contenido exclusivamente patrimonial y prohíbe disponer de los bienes de otro, salvo que medie autorización. No se puede comparar una disposición patrimonial con una que sustenta nuestro sistema de derecho.

Tampoco es posible sostener que “no mentir” (o no decir falso testimonio, el octavo mandamiento), “no cometer adulterio”, que equivale a cometer un acto impuro, o pensar en cometerlo, así como “no codiciar bienes ajenos”, sean superiores a “no esclavizar” porque todos ellos proscriben conductas menos lesivas que someter a alguien. Incluso “no matar”, desde cierto punto de vista, es inferior a “no esclavizar” ya que el primero protege la vida, pero el segundo defiende una variedad más amplia de derechos pues incluye la vida, la libertad y la igualdad. “No esclavizar” cautela la vida humana porque impide que esta pueda ser objeto de comercio, es decir, ser reducida a un simple bien, en cuyo caso deja ser algo sagrado para entrar al universo de las cosas que pueden poseerse. La prohibición excluida del Decálogo (no esclavizarás) permite tener una vida digna y con posibilidades semejantes. Ninguna otra norma de los Diez Mandamientos defiende el valor la vida como lo hubiera hecho esa simple prohibición.

Demás está decir que tiene cualidades superiores a “santificar las fiestas” u “honrar tanto a padre como a madre”. Su lugar, si hubiese sido incorporada a esa exclusiva lista no debió pasar del tercer puesto entre todos los demás mandamientos. Por ello no es comprensible que Dios dejara de lado su inclusión como norma fundamental. Pero eso no es lo más grave o lamentable del caso pues en la Biblia, en el Pentateuco, para ser más precisos, hay reglas que permiten la esclavitud. Esto no es novedoso para cualquier entendido en uno de los textos más sagrados para una gran parte de la humanidad ya que era permisible tener esclavos de manera legítima y con la venia de Dios.

Con el advenimiento del cristianismo se trató de resolver doctrinariamente la omisión de no considerar a los hombres como iguales. Siendo benevolentes con quienes urdieron el monoteísmo en Oriente y Occidente se puede decir que el olvido fue subsanado en parte con la revelación de los Evangelios y la obra de los padres de la Iglesia, pero la cuestión no fue resuelta por varios siglos entre el nacimiento del monoteísmo judío y el arribo de la fe cristiana.

La severa omisión permite dilucidar un asunto de gran importancia para los teóricos de los derechos humanos ya que su fundamentación no puede basarse en el Decálogo toda vez que es un sistema que tiene profundas raíces patrimoniales antes que humanísticas. La prueba de ello es la defensa ardorosa de la propiedad que se desprende de la lista de prohibiciones que incluye. En esa relación se contempla “no robar”, “no mentir” y “no codiciar bienes ajenos”. Además de “no desear a la mujer del prójimo” (generalmente se desprende de la prohibición de tener pensamientos impuros). Ese último mandamiento entiende que la mujer, como propiedad del marido, recibe un tratamiento similar como cualquiera de sus bienes. Si no era esclava se encontraba en una condición muy cercana a la servidumbre porque Génesis 3:16 indica que el hombre (Adán) “se enseñoreara” sobre ella como castigo por haber ofrecido el fruto prohibido. En el Nuevo Testamento también se encuentran invocaciones similares pues Efesios 5:22 revela que la mujer casada está sujeta a su marido. El siguiente versículo, Efesios 5:23, dice que lo anterior es así “porque el marido es cabeza de la mujer”. Los demás hacen una analogía entre Cristo como cabeza de la Iglesia y el marido como testa de la mujer. La Biblia menciona la palabra “sujeta” en ambos casos, es decir, la Iglesia está sujeta a la autoridad de Cristo como la mujer lo está a la de su marido. El apóstol San Pablo dirigió esa carta, como muchas otras, para aclarar los alcances doctrinales de la revelación hecha por Jesucristo.

Ahora bien, “no mentir” o “no decir falso testimonio al prójimo” o faltar a la palabra es esencial para el sistema de contratación de la época en la que las transacciones se hacían de manera verbal. Un hombre valía tanto como su palabra empeñada que tenía como único garante a Dios. De ahí que resultara vital asegurar que lo que uno prometía iba a ser cumplido. El énfasis en la palabra del prójimo tenía connotaciones patrimoniales y en ello se fundaba todo el sistema económico, en los pactos o promesas hechas por los miembros de la comunidad. De la palabra dependía pues toda la confianza que uno depositaba en el sistema y en los individuos. Al no existir registros públicos, un sistema de garantías inmobiliarias o prendarias o modelos contractuales actuales, la única forma de hacer oponibles los pactos a terceros era por medio de la palabra, del compromiso inicial o la promesa. Eso era lo que obligaba a un judío de la antigüedad ante otro por sobre todas las cosas.

Tal vez, a manera de hipótesis, en la primera redacción de las Tablas de Ley Dios contempló originariamente “no esclavizar” como mandamiento, pero tras el enfado de Moisés por la adoración del becerro de oro y su vuelta a la cima del monte Sinaí borró su inclusión en la edición definitiva.

Un dato que no puede pasarse por alto es que dentro de la numeración más conocida de los mandamientos, la de Éxodo 20:1-17, el lector nota en el último versículo que la prohibición tradicional de “no codiciar los bienes ajenos” se extiende a la casa del prójimo y todo lo que hay en ella como su mujer, esclavos, animales, etc. En algunas biblias se ha modificado convenientemente la palabra “esclavos” por “sirvientes” o “criados”, porque tiene una connotación negativa y perjudicial para los valores judeo-cristianos. Sin embargo, a pesar esas argucias, queda muy claro cuál ha sido la intención del divino creador respecto al tratamiento de la esclavitud pues se la tolera e incentiva.

Las leyes sobre esclavos se ubican en el Éxodo y el libro de Deuteronomio. Las disposiciones bíblicas permiten tener esclavos hebreos y no hebreos por igual, así como mujeres y niños. También era admitida la venta de la hija como esclava. De esa forma el Dios que sacó de la esclavitud y servidumbre al pueblo de Israel avala un nuevo sistema de explotación humana. ¿Tiene sentido condenar la esclavitud en Egipto y no la padecida por otros hebreos o extranjeros a mano de los primeros? ¿Puede tener algún valor la vida bajo la revelación divina? No es muy difícil responder a ambas preguntas con sólidos argumentos en la mano.

Desde Abraham, con quien Dios hizo su primer pacto con el “pueblo elegido”, se puede apreciar la laxitud o actitud contemplativa de la divinidad hacia la esclavitud. Ese carácter luego es reflejado y positivizado (convertido en normas escritas) cuando sella una nueva alianza con Moisés. El caso del “padre de todas las naciones” es paradigmático pues poseía varios esclavos, entre ellos la egipcia Agar, con quien engendró a Ismael, del que se dice que luego nacerían las tribus errantes de la península arábiga. Lo importante de este encuentro con el patriarca radica en que era una buena oportunidad para eliminar cualquier controversia en torno a la naturaleza de la dignidad humana, es decir, para establecer la igualdad de todas las criaturas diseñadas a imagen del “hacedor”. Sin embargo, tal enseñanza nunca se produjo toda vez que su primer hijo, concebido por una esclava, no era digno de heredar su casa ni sus bienes. La falta de un hijo “legítimo” hizo que Abraham le reclamara a Dios por uno que nazca de su esposa Sara. Dios acude a Abraham y le consuela, y le dice en Génesis 15:4 que “no te heredara esté (por Ismael), sino un hijo tuyo será el que te heredará”. Así Dios establece diferencias entre hijos nacidos de una mujer libre y otra esclava, permitiendo por largo tiempo que unos hijos valieran menos que otros, mientras nuestras modernas legislaciones reconocen que ambos hijos tienen igual derecho a heredar. También resulta revelador un pasaje del mismo Génesis que relata la huída de Agar de Sara porque su presencia le afligía. Al ser hallada en el desierto por el ángel del Señor, éste le dice: “vuelve a tu señora y ponte sumisa bajo su mano”. Al nacer Ismael y al cabo de 13 años Abraham circuncidó a su primogénito, lo que podría entenderse que el hijo de su esclava estaba dentro del primer pacto, es decir, que mientras reconociese a Dios como su Señor tendría numerosa descendencia y tierras. Pero no es así, ya que si bien Dios se encargará de “multiplicar su descendencia” y "hará de él una gran nación”, estaba excluido pues la divinidad manifiesta que “establecerá su pacto con Isaac”. A la postre eso significó que Ismael y su madre fueran expulsados por órdenes de Dios.

La forma de discriminar a la mujer, la otra mitad de la población mundial, también se advierte en la manera como fue concebida la esclavitud. Así, entre hombres y mujeres no hay equivalencias ni cuando son esclavos pues “la mujer no puede recuperar la libertad como los varones”. El varón hebreo adquirido puede salir al séptimo año de servicio sin pago alguno; en cambio la mujer vendida no podía recobrar su autonomía. Aunque en Deuteronomio 21:12-18 se señala que es posible dejar en libertad a la esclava hebrea al séptimo año. Lo que da lugar a una evidente contradicción. La forma de solucionarla para algunos consiste en determinar si la mujer comprada como esclava se casa con su amo, en cuyo caso pierde su condición de esclava. Otra manera de resolver la controversia consiste en que si la mujer fue adquirida para el trabajo recuperará su libertad en el año sabático.

En la regulación de la esclavitud la mujer no deja de ser una parte accesoria, es decir, corre la misma suerte de su marido. De tal modo que si el marido esclavo consigue su libertad, su mujer la obtiene a expensas de éste (Éxodo 21: 3). En el caso de que el amo le haya otorgado una esposa no hebrea, ésta no se libera inmediatamente ya que sigue en poder del amo judío, así como sus hijos.

Si bien este sistema permitía la liberación de los esclavos al séptimo año y podía parecer más condescendiente que otros de su época, tenía métodos o formas eficaces de perpetuar el servicio del esclavo pues al no permitir la liberación de la esclava no hebrea casada con el liberto y de sus hijos, éste podía preferir la sumisión indefinida a su amo que estar lejos de su familia. Esa simple regla, muy perversa por cierto, doblegaba cualquier espíritu o deseo emancipatorio en el esclavo toda vez que deshacerse de los vínculos afectivos establecidos con su mujer e hijos era muy difícil. Si optaba por su independencia podía trabajar para pagar el precio de la liberación de su esposa e hijos y durante ese tiempo tenía el derecho de visita a su cónyuge.

Otros esclavos, los no hebreos, no eran liberados al cumplir el sexto año aunque se les permitía comprar su libertad. En Levítico 25:40- 47 encontramos un ablandamiento de la divinidad, que por fin reflexiona sobre la cruel naturaleza de la esclavitud, pues al percatarse de que sacó a su pueblo de Egipto (por su terrible padecimiento) determina que ningún hebreo será vendido como esclavo. Esa limitación no era extensiva a los demás pueblos ya que Dios permite tomar como esclavos "a las gentes de los alrededores". Siempre que sean extranjeros se puede comerciar con seres humanos y sus hijos. Como son pertenencias se pueden dejar en herencia para siempre. Sólo los hijos de Israel tienen derecho a ser libres porque Dios, quien los liberó del yugo de Egipto y les entregó la tierra de Canaán se considera el único al cual deben eterna servidumbre.

En cuanto a los hebreos, bajo la autoridad de las Escrituras éstos podían caer en la esclavitud con motivo de un crimen o una deuda. Condición de la que podían salir previo pago de sus obligaciones. Era común que un pariente hebreo rescatara a otro y pagara a un extranjero por su liberación. El rescate convertía en deudor al liberado de manera automática. Al séptimo año era liberado como era costumbre.

No hay forma de justificar la esclavitud por parte de Dios; aunque sí para los antiguos hebreos cuyo sistema económico dependía de la mano de obra esclava para arar los campos, cuidar a los animales y realizar labores en la casa de su señor. Tampoco es admisible que Dios avale la renuncia de la libertad que hace el esclavo que desea permanecer bajo mandato de su amo. Este es el caso de aquél que resuelve ante los Jueces del Templo mantener su condición de esclavo “por amor a su amo”. La Biblia dice que la decisión debe ser voluntaria, pero no por el hecho de serlo Dios deba avalar cosa semejante pues el suicidio también lo es, es decir, una determinación voluntaria, y no por ello se ve legitimado. La renuncia a la libertad es la renuncia a la condición humana misma y eso no puede ser consentido por Dios. La libertad es una cualidad esencial de la especie y fue la primera de todas las que supuestamente Dios concedió al hombre (para darle nombre a las cosas y dominarlas), por ello no es comprensible que se admita con tanta facilidad que Dios desconozca el principal atributo de su creación. O que permita que el hombre le asigne tan escaso valor luego de haber luchado contra Egipto por causa de su liberación. El hombre está en su derecho de hacer lo que desee con su libertad, sin embargo, no todo lo que haga, como renunciar a la misma, puede contar con el asentimiento divino. Desde esa perspectiva, renunciar a la libertad es equiparable a renunciar a la vida toda vez que ambas niegan valores fundamentales de la especie.

A los esclavos que negaban su condición humana para servir eternamente a sus amos se les deformaba la oreja, como si fueran ganado, es decir, se la horadaban para indicar que perdían el derecho a tener una voz. La marca se hacía en una parte visible para que los demás supieran que el sujeto pertenecía a alguien. Su significado, además de identificar al esclavo con un amo, indicaba que el esclavo sólo escucha y recibe órdenes de su señor, esto es, que ha dejado de tener voluntad propia y de contar como un individuo.

No deja de sorprender que algunos sustenten la esclavitud bíblica como consecuencia de que el hombre haya renegado de Dios. Es decir, de su alejamiento de las enseñanzas de las Escrituras cuando éstas precisamente justifican el tráfico de seres humanos. La esclavitud no es producto del pecado, sino de un sistema económico que dependía de la fuerza de tracción humana y de su intelecto para realizar tareas que bajo otro modelo jamás podrían realizarse (por lo menos no en aquel tiempo). Sin la mano de obra de esclavos y siervos muchas obras arquitectónicas de la antigüedad jamás se hubieran erigido. Todas las culturas del pasado requerían echar mano de otros para construir sus colosales infraestructuras, por ello diseñaban a la par sistemas “jurídicos”, “religiosos” y “morales” bajo los que era permisible legitimar la explotación del recurso humano. Incluso algunos filósofos griegos como Platón y Aristóteles legitimaban la esclavitud para que el estrato social más bajo se encargara exclusivamente de las labores productivas. Platón elaboró su “República” sin detallar funciones específicas para los esclavos. Algunos teóricos opinan que la constitución de su modelo republicano derogaba la esclavitud, pero no puede ser posible porque una destruir institución tan arraigada tendría que hacerse de manera expresa. Aquí hay que mencionar que lo que diseñó Platón fue un sistema político y no uno económico, uno que a su juicio intentaba resolver las intensas disputas humanas. Ello no implicó en ningún momento eliminar o sustituir una institución económica y social tan importante como la esclavitud. El estagirita, por su parte, sostenía que los esclavos resultaban un medio necesario para el buen gobierno de la polis y la familia pues son instrumento imprescindible para conseguir lo necesario. Servían al ordenamiento de una sociedad especializada y dividida en clases. El caso de los ilotas (laconios y mesenios) en Esparta retrata perfectamente la situación por aquel entonces (y porqué la sociedad espartana fue una de las más estables de la historia, sin golpes de Estado o conspiraciones, salvo por los levantamientos de los mismos ilotas).

Si la esclavitud fuera comprendida y aceptada mansamente como un castigo no se entiende como el primer réprobo, luego de sus padres, Caín, recibiera de Dios la marca o el signo bajo el que nadie podía herirle de muerte. En vez de ser condenado severamente Caín multiplicó por mil su descendencia. En cambio un hombre justo como José, vendido por sus hermanos, conoció la esclavitud en Egipto sin haber cometido crimen alguno.

La validez de la práctica de la esclavitud conlleva a recurrir a la fuerza, esto es, a maltratar al semejante o mutilarle si desobedece las órdenes de su amo, o mejor dicho, si no cumple sus caprichos. Aunque el maltrato excesivo, en el caso de la Biblia, da lugar a la libertad del esclavo. Sólo en caso de muerte del esclavo el amo puede ser “castigado”. “Pero si sobrevive por un día o dos, no será sancionado, porque es de su propiedad” (Éxodo 21:20-21). La vida relativizada de esa manera por una religión monoteísta no puede ser fuente de moral alguna o de enseñanza valiosa.

No se sabe a ciencia cierta si el castigo que sufre el amo que mata a su esclavo es la muerte. Levítico 24:17-21 dice que “quien hiera de muerte a cualquier persona sufrirá la muerte”. Eso sería factible en el caso de que el asesinado fuera hebreo, es decir, una persona libre, pero no un esclavo cuyo estatus es distinto. El “ojo por ojo” podría indicar que si se toma una vida habría que compensarla con la propia.

El legado bíblico sirvió en su oportunidad de fundamento para justificar el comercio de esclavos africanos en las colonias americanas. En las prédicas de Bartolomé de las Casas a favor de su tráfico indiscriminado y la contratación de chinos en la costa oeste de Estados Unidos y las haciendas costeñas de Sudamérica no hay mucha diferencia. Los segundos llegaban al Nuevo Mundo como siervos en el mejor de los casos pues las estipulaciones de sus contratos permitían su sobreexplotación en los campos y otras tareas manuales cuando el comercio de esclavos africanos se ilegalizó a mediados del siglo XIX. La decadencia de ese negocio favoreció la trata de orientales durante décadas.

No haber establecido la igualdad entre los hombres a su debido tiempo produjo una serie de barbaridades que hoy lamenta la humanidad. Esto fue así porque la religión monoteísta dio amplio fundamento teórico a esa deleznable práctica y no condenó el comercio de seres humanos cuando debía, es decir, en el momento que Dios dictó los mandamientos a Moisés.

El pacto en el Sinaí más que constituir y ser fuente de un sistema jurídico elogiable, supuso un régimen de opresión que inspiró otros tantos sistemas represivos. La lectura del Éxodo no debe quedar agotada en la salida del pueblo judío de Egipto, sino en el análisis exhaustivo de sus normas, muchas de las cuales no pueden considerarse como sustento real de los derechos humanos. Frecuentemente se piensa que los Diez Mandamientos dan soporte filosófico a una de las mayores conquistas de la humanidad: la creación de derechos universales. Las fuentes de los mismos son variadas y múltiples corrientes de pensamiento han intervenido en su constitución. Los derechos humanos no son fruto aislado de una sola doctrina y por ello se nutren por igual del iusnaturalismo, el positivismo, el humanismo, el derecho natural, etc. aunque no en sea en ese orden.

Cabe reconocer, que duda cabe, los aportes de la Escolástica y la Patrística en la generación de normas generales que indagan sobre la condición humana. El cristianismo subsana en parte el error o los vacíos de Dios al equiparar al prójimo con uno mismo (más adelante veremos por qué no es tan cierto). Aquello revela un súbito cambio de pareceres en la divinidad pues la religión que nació de un predicador en Judea se dirigió a los marginados de la sociedad de su tiempo, es decir, los esclavos, leprosos, prostitutas y desposeídos. La nueva orientación de las Escrituras (el Nuevo Testamento), que centra su mensaje en los excluidos de los anteriores pactos, da a entender que Dios ha cambiado. Esto es, que no puede ser el mismo que se reveló en la zarza ardiente a Moisés. La sutileza de su transformación indica la insuficiencia de su primer mensaje pues con la llegada del Mesías corrige, aunque no del todo, la grosera omisión acerca de la igualdad entre los hombres. Un Dios que cambia tanto, aunque sea para bien, genera algunas sospechas sobre la naturaleza de su divinidad pues no ofrece ninguna garantía para juzgar las acciones humanas.

El valor del ser humano reside en su dignidad, esto es, en su libertad e igualdad. Cuya atribución es inherente a cada uno desde el nacimiento. Esta noción de la condición humana debió ser incorporada en el Decálogo, en la revelación divina, ya que como tal no puede ser incompleta. Si Dios se dirige al género humano no puede hacerlo en términos ambiguos pues dos de sus características son su universalidad y perfección. De ahí que no pueda ser perfecto un sistema normativo que desconoce la igualdad entre los hombres y al mismo tiempo autoriza su explotación.

Gracias al “olvido” de Dios, la humanidad tardó demasiado en reconocer la dignidad del hombre. El costo fue enorme en guerras, movimientos de liberación, corrientes abolicionistas, etc. Los procesos independentistas en América y guerras civiles como la norteamericana se valieron de la abolición para reclutar esclavos bajo la promesa de liberarles luego de prestar servicio armado. En Reino Unido se elaboraron las primeras doctrinas abolicionistas que tuvieron acogida en Estados Unidos. En 1833 se aprobó el Acta de abolición de la esclavitud, que entró en vigencia el 1 de agosto de 1834. Así, en todas las colonias británicas quedaban libres todos los esclavos. En Estados Unidos la prohibición no pudo hacerse efectiva en 1863 porque la Guerra Civil concluyó dos años después (en 1865). Sin la finalización del conflicto no era posible conceder la libertad a los esclavos puesto que en los estados del sur defendían la esclavitud.

Aquí hay que partir de la premisa que sin igualdad no hay libertad y viceversa. O que la igualdad entre unos pocos impide la libertad de todos. La igualdad como tal alude al trato que debe merecer cada persona. Es por eso que un sistema que no la reconoce como lo que es o que admite su vulneración no puede calificarse como fuente de los derechos humanos.

El no reconocimiento de esa dimensión de la persona ha producido la mayoría de violaciones registradas a lo largo de la historia. El origen de nuestras normas fundamentales ha tenido que ver con los arreglos y ajustes que hemos hecho desde nuestra evolución. La justeza de las mismas radica en su conveniencia racional para asegurar la paz entre los miembros de una comunidad. Si recurrimos a un “garante supremo” fue para darles solidez, universalidad, pero sobre todo, ineludibilidad, ya que la idea de Dios asegura que su inobservancia será de todas maneras sancionada.

A la luz de lo expuesto resulta difícil pensar que la supuesta “Alianza” entre Dios y el ser humano manifestada en los mandamientos pueda expresar alguna ética. Esto debido a que las Escrituras no condenan la esclavitud. En vez de proscribirla de raíz, el texto sagrado da instrucciones sobre cómo tratar a los esclavos, legitimizando la esclavitud. Esta práctica degeneró luego en el sometimiento del extranjero pues inicialmente un hebreo podía ser comprado como esclavo. Así se dio sustento a la esclavitud originada en la raza del sometido tal como lo señala Levítico 25:40- 47.

Apelar a que el contexto histórico de la época permitía la esclavitud podía absolver, de algún modo, a los hombres de aquel tiempo, pero no a la divinidad, pues ésta tenía el deber de entregar las normas fundamentales a la comunidad. Es decir, la obligación de elaborar una verdadera compilación de reglas que revelara la dignidad del hombre y no una que la pisoteara. Por eso la tolerancia de la esclavitud y su fomento en el Antiguo Testamento es perturbadora no sólo si es comparada con la modernidad, sino que un Dios sea capaz permitirla.

Hoy esa práctica es considerada como uno de los peores crímenes que puede soportar la humanidad al par del genocidio. Su erradicación ha sido posible en la mayor parte del planeta gracias al reconocimiento de la dignidad de la persona y de la labor de cientos de pensadores y activistas que abogaron por una sociedad igualitaria, en el mejor sentido de la palabra. Siendo una sola especie no existe tal cosa como la raza. No hay modo de justificar la inferioridad del otro basado en su color, su tamaño u otras características físicas.

El Nuevo Testamento, la parte cristiana de la Biblia, tampoco está exento de críticas toda vez que defiende la esclavitud. Esto se puede apreciar en los seguidores de Cristo, esto es, los apóstoles que le sobrevivieron y San Pablo pues hicieron invocaciones dirigidas a los esclavos a fin de mantenerse fieles a sus señores. En Efesios 6: 5-9, conmina a servir “a sus amos terrenales con temor y temblor”. Y añade San Pablo, en Efesios 6: 6, que servir al amo de corazón “es hacer la voluntad de Dios”. En Efesios 6:9 se manifiesta una contradicción pues a la vez que el apóstol Saulo indica que Dios es señor de amos y esclavos; en la parte final del versículo sostiene “que para él (Dios) no hay acepción de personas”. ¿Si no hay diferencia por qué permite esas distinciones entre unos y otros, es decir, entre amos y esclavos? ¿Si en principio tienen el mismo valor para Dios en el cielo, por qué no evidenciar esa misma condición en la tierra? Deja mucho que desear la forma en que se compatibiliza la esclavitud con la prédica de los Evangelios. En Colosenses 4:1 se advierte a los amos que sean “justos” con sus esclavos. No se entiende cómo una religión que debía “redimir” al mundo de sus “pecados”, esto es, una confesión universal, sólo haya postulado la igualdad espiritual, pero no corpórea, esto es, física o material en la obra de Dios.

Algunas interpretaciones que defienden esa postura (del cristianismo) señalan que haber apostado por la abolición de la esclavitud hubiera enervado los ánimos de una sociedad acostumbrada a someter a sus semejantes, en otras palabras, que una lección de esa profundidad hubiera alterado el orden social y generado caos. Como la esclavitud estaba muy extendida en tiempos del Imperio Romano, aproximadamente un tercio de la población vivía en esas condiciones, un lenguaje “subversivo” que apelara por la liberación de los esclavos hubiese sido muy impopular, esto es, que le hubiera costado mucho al cristianismo poder convencer a las élites y comerciantes con su mensaje. Todas las culturas antiguas en mayor o menor grado dependían de la mano de obra esclava. No creemos que sea posible pensar que las clases más adineradas y poderosas de Roma hayan concebido despojarse de los enormes beneficios que reportaba la tenencia de esclavos. Resulta utópico, sobre todo en aquella época, que renunciaran a grandes privilegios emancipando a los esclavos pues con ello no sólo afectaban sus riquezas personales, sino al sistema económico en general que requería aquella explotación.

Más allá de estas apreciaciones es justo reconocer que el cristianismo colaboró a la desmantelación de la práctica de la esclavitud. El mensaje evangélico fue decisivo para posteriores justificaciones doctrinales. Aunque la falta de una condena expresa y algunas contradicciones en los escritos de los fundadores de la Iglesia posibilitaron la esclavitud de otros pueblos por un largo período. Sin embargo, a pesar de lo anterior, no puede ignorarse que en Lucas 6:31 se diga que hay que tratar a los demás de igual forma como quisiéramos que nos traten a nosotros. Ese versículo exhorta claramente a la igualdad.

En tiempos romanos se produjo una gesta de la que se pudo aprender mucho: la rebelión de Espartaco, gladiador que encabezó un levantamiento armado contra Roma logrando un par victorias importantes, pero finalmente fue derrotado en el año 73 de nuestra era. Las lecciones que se pueden obtener de ese alzamiento se deben a que no estuvo sustentado en “valores” religiosos, sino en la toma de conciencia de ciertos individuos acerca de su condición. Ese hecho revela que no era necesario tener ideas preconcebidas sobre la naturaleza humana provenientes de una religión, sino que el hombre por sí mismo estaba en capacidad de descubrir su dignidad. Así, el movimiento del esclavo tracio se convirtió en un símbolo para el resto de empresas abocadas a luchar contra la esclavitud.

Otra valiosa enseñanza de la sublevación mencionada está relacionada con la caída de Roma pues deterioró el sistema esclavista romano a tal extremo que redujo la producción agrícola, uno de los pilares de su economía junto con el comercio. En esa época surge un antecedente directo del trabajo de los siervos europeos en los feudos pues los latifundistas latinos instituyen el colonato, que era una forma en que los esclavos trabajaban la tierra a cambio de una parte de la cosecha. Esa era la manera que encontraron los terratenientes para no desatar las iras de los esclavos, es decir, compartiendo parte de la producción con el esclavo. Si alguien piensa que era eficiente el sistema esclavista está en un error porque sólo trabajaban las clases sociales más bajas, mientras el resto (la aristocracia) llevaba una vida parasitaria. Algunas ideas sobre la desvalorización del trabajo se originaron en aquel tiempo ya que las clases altas no laboraban. El cristianismo dignificó luego el trabajo pues Cristo y sus apóstoles tenían oficios antes de comenzar su prédica. La obra de los Padres de la Iglesia y las encíclicas papales contribuyeron de igual modo a revalorizar las actividades productivas humanas, a pesar de que inicialmente el trabajo pudo considerarse un castigo ya que se originó a raíz de la desobediencia de Adán y Eva (ver Génesis 3: 17-19) .

Los Diez Mandamientos, a pesar de sus omisiones y controvertidos contenidos, establecieron una escala valorativa de normas, es decir, un sistema de jerarquías que fue imitado por el jurista austriaco Hans Kelsen para construir su pirámide normativa, que comúnmente se conoce como la “pirámide de Kelsen”. Dicha pirámide ubica a la Constitución (inspirada en una norma fundamental de carácter trascendental) por encima de todas las demás reglas. Detrás de ésta se halla la ley y así sucesivamente hasta la norma de inferior rango. A esta escala se agrega la compatibilidad de todas las normas con la Constitución. Lo que implica que no puede haber contradicción con la regla suprema porque ello implica la expulsión automática de la norma que la objeta. De esa lógica se parte (de la kelseniana), para advertir la incoherencia que existe entre Dios y su respaldo a la práctica de la esclavitud. Hay un contrasentido evidente ya que, por su perfección, la divinidad no puede consentir que se regule una institución tan inhumana. Un texto que se dice “sagrado” no puede servir para reducir la condición del hombre a la de una cosa capaz de ser poseída por otros.

Kelsen, al desarrollar el fundamento de validez de los órdenes jurídicos, indica que la validez de una norma está dada en virtud de su fondo o contenido. De ahí que resulte espurio o antinatural considerar el tratamiento bíblico de la esclavitud como emanado de Dios. Tal regulación sólo puede ser atribuida a la labor de los hombres de la antigüedad, así como todas las demás normas contempladas en el Decálogo. Es decir, son fruto del tipo de diseño social pretendido por los individuos de aquel tiempo, para quienes la esclavitud era esencial para el desarrollo de las actividades productivas.

No hay bondad alguna en la esclavitud y el propio rey Salomón lo reconoce en Eclesiastés 8:9 pues luego de haber observado atentamente las costumbres humanas vio que el hombre “se enseñorea de otros para mal de éstos” (o que el hombre ha subyugado a otros para su perjuicio). Al dictar leyes para “proteger” a los esclavos de malos tratos lo único que se hizo fue legitimar esa institución (la esclavitud) y crear un mercado de esclavos. Es nocivo de por sí positivizar (convertir en normas escritas) la forma en que debe ser tratado un esclavo o cómo y cuánto hay que pagar por su rescate (liberación) pues todo ello acentúa su práctica. Como “paliativo” es peor que la enfermedad. Aquí hay que notar que la condición humana se convierte en mercancía o moneda de cambio para saldar deudas, lo cual es inadmisible. Permitir que otro ser se convierta en esclavo como medio de pago contribuyó a depreciar el valor de la vida humana. Esto tuvo repercusiones en la forma como se fueron desenvolviendo las relaciones laborales en un sentido negativo. Si durante la Revolución Industrial se desvalorizó la condición de los obreros fue debido a nociones antiguas como ésta que redujeron al ser humano a una simple mercancía.

¿Si no era propósito de Dios que la esclavitud tomara parte en las relaciones entre los hombres, por qué la contempló impunemente? La respuesta, parafraseando la obra “Julio César” de Shakespeare, no se halla en las estrellas (la divinidad), sino en nosotros, es decir, en la economía. Razón tenía Karl Marx en que la estructura (las condiciones económicas), determinan la forma de articulación social. En otras palabras, que la manera en que se organiza la producción influye en la composición de las leyes, la política, la religión, la cultura, etc. Esto es fundamental porque implica que son los sistemas económicos los que crean a Dios y toda la reglamentación religiosa que se desprende de su autoridad. A partir de esa interpretación, sin ser marxistas, puede comprenderse que el sistema esclavista haya surgido y prosperado hasta su abolición. Todo ha estado al servicio, incluido el propio Dios, a los dictados del sistema económico, el cual siempre se impuso, y cuando no pudo hacerlo por medios pacíficos protagonizó revoluciones y cambios decisivos en la historia de la humanidad. Sólo hay que recordar como llegó a establecerse la usura o como los burgueses promovieron la Revolución Francesa para acabar con el ineficiente sistema de privilegios que favorecía a la monarquía y las élites eclesiásticas.

Dada su antigüedad, la redacción de los Diez Mandamientos, como compendio legal más conocido, puso por escrito permisos y prohibiciones universales. Dicha compilación no es exclusiva del pueblo judío pues sólo registra viejos arreglos de convivencia que las primeras sociedades humanas ya habían incorporado a su sistema de valores. El registro de prohibiciones como “no matar” o “no robar” es común a todos los sistemas legales conocidos por más primitivos que estos sean. No hay pues cultura en el mundo que no haya contemplado la adopción de principios semejantes para ordenar su sociedad. Lo paradójico es que a pesar de semejantes prohibiciones el hombre no ha dejado de matar, muchas veces en nombre de sus dioses.

No debemos permitir bajo ningún motivo que la igualdad sea banalizada aunque se trate de “Dios” o de interpretaciones “benévolas” de la esclavitud. A decir del filósofo español Fernando Savater, la igualdad ha sido sustituida por la diversidad, que a su entender ha producido una confusión de contenidos pues “la verdadera riqueza humana es la de los parecidos, gracias a lo cual podemos hablar los seres de distintas culturas, de distintos sexos, de distintos países, de distintas razas. La riqueza humana es nuestra semejanza y no nuestra diversidad”.

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