martes, 5 de septiembre de 2006

Reflexiones sobre la corrupciòn y la justicia I

A raíz del reciente caso de corrupción en el Poder Judicial ponemos a discusiòn algunas soluciones.



Ante la imposibilidad de poder reprender eficazmente la corrupción, se ha venido consolidando en el imaginario colectivo cierta tolerancia frente a este fenómeno. A tal extremo, que bien podríamos decir que la corrupción es una de las pocas instituciones que tenemos junto a la “dedocracia” (en contraposición a una meritocracia), es decir, que lo que se ha venido institucionalizando en el país son desvalores o delitos.

Muchas de las causas de este problema aparecen cuando quien comúnmente se enfrenta a un juicio no sabe con certeza cómo se resolverá èste. Esta incertidumbre o indeterminación hace que algunos recurran a otras vías legales para solucionar el conflicto, tales como la negociación o el arbitraje. Y si éstas no dan resultado, son desconocidas o simplemente son imposibles de sufragar, es probable que por lo general se piense en las vías de hecho (la violencia o la amenaza) o en la coima a la autoridad judicial (la corrupción) como alternativas.

Lo que finalmente hace que un hombre recurra a esas lamentables opciones es, como mencionamos más adelante: la incertidumbre. Principalmente, porque lo que más angustia le causa es no saber a qué atenerse más adelante ni cómo orientar sus acciones en el futuro. De ahí que ante la incertidumbre el ser humano sea presa de una desesperación que lo obligue a pensar en otras posibilidades, sean legales o no, con el fin de dar una pronta solución a su conflicto.

No saber lo que va a acontecer genera un estado paranoico en el hombre e impide que éste pueda tomar decisiones de largo plazo. Decisiones que bien pueden ser de corte económico o de otro tipo. Esto podría explicar, en parte, la ausencia de una cultura del ahorro y de la inversión en el país.

Por otro lado, la norma jurídica también es otro factor que contribuye a alimentar esta incertidumbre, pues es culpable, en parte, de la inaccesibilidad o impermeabilidad de nuestro Sistema de Justicia. Tal es la gravedad de este asunto que muchas veces la oscuridad de su redacción desalienta su aplicación. De ahí que una norma redactada en forma confusa genere tanta incertidumbre que no sepamos cómo orientar nuestra conducta o comportamiento en torno a ella. Siendo la única solución el hecho de recurrir a un abogado para que nos diga qué es lo qué quiso decir la ley. Así, se genera un círculo vicioso donde los abogados se aprovechan de la ilegibilidad o ambigüedad de muchas normas lo cual les permite ofrecer sus servicios de asesoría. Es pues de mucha conveniencia que los procesos duren más allá de los plazos establecidos o predeterminados, que las normas sean confusas y que además el acceso a la justicia sea patrocinado necesariamente por un abogado. Este conjunto de situaciones que sólo genera un monopolio sobre el conocimiento de la ley, aísla cada vez más a los ciudadanos de su entendimiento.

Siendo esto así, consideramos que el sistema en el que se gestan nuestras normas debe ser cambiado, o por lo menos, modificado radicalmente. Lo que proponemos es sustituir el continental sistema romano-germánico por el anglosajón o Common law. Debemos pues de implementar sistemas de jurados en los juicios penales y en los que se traten temas de interés general como los ambientales. Sólo así, garantizaremos más transparencia en la forma en que se toman las decisiones judiciales e involucraremos a la comunidad en el tratamiento de sus causas, devolviéndole, de paso, algo de prestigio al Poder Judicial.

Por ello, debemos además “dar muerte al legislador” y promover la actividad creadora de los jueces por medio de la jurisprudencia. Es decir, tratar de acercar la justicia a la resolución de los conflictos sociales. Esto implica, desde luego, hacerla más flexible y adaptable a las necesidades y urgencias de la población. La justicia tal y como está diseñada se encuentra encorsetada y amañada por la ley, cuyas posibilidades de adaptación a las complejas tramas del tejido social son demasiado lentas y a veces inoportunas. A la ley no sólo se le ha dado, gracias al positivismo jurídico, el hecho de ser de duración ilimitada—mientras no se la derogue—sino también ser demasiado general en su contenido. Esto quiere decir que el operador jurídico, llámese juez, fiscal, abogado y litigante debería encontrar en ella la regulación de todos los supuestos, algo por lo demás imposible.

Ahora, si bien implementar un sistema de jurados quizás no elimine la corrupción; la hará, al menos, más difícil de materializarse, ya que será más complicado corromper a un número mucho mayor de personas que a una sola que toma exclusivamente la decisión. Así, los jueces ya no podrán ser corrompidos ni objeto de presiones políticas porque no estará en ellos resolver la controversia, sino tan sólo dirigirla. Sólo alejando el dinero y las influencias de las instancias judiciales es que podremos acercarnos siquiera un poco al ideal de igualdad que proclama fallidamente nuestra Constitución. Al desterrar el dinero o marginándolo, se hará que la justicia deje de verse como una mercancía o como un bien susceptible de ser adquirido por aquel litigante que cuenta con los medios para hacerlo.

Por otro lado, encontramos que los mecanismos de heterocomposiciòn popular gozan de una gran legitimidad y aprobación, a diferencia de lo que sucede con la justicia positivista. Estos mecanismos tienen tal estima y consideración, porque quienes juzgan y sancionan son individuos semejantes a los procesados. Los cuales tienen además la particularidad de conocer mejor la problemática del caso, consagrando al máximo, el principio de inmediación, que rige poco eficazmente en nuestras sedes judiciales.

Lo que se garantiza además con esta propuesta es que la sociedad se encontrará representada y podrá fiscalizar mejor la labor de los jueces al ser participe y protagonista de las decisiones judiciales. Tal revolución jurisdiccional revalorizará de alguna manera al individuo común al hacer sentir que su opinión es importante y que a su voz será escuchada. Será como empoderarlos, es decir, promover un cambio en las relaciones de poder para transformar la actual situaciòn, brindàndoles, ademàs, la capacidad de decidir sobre sus propios asuntos.

Otro hecho que favorecerá la reforma, es que la comunidad dejará de ser pasiva frente a los fallos judiciales, transformándose, de este modo, en una sociedad activa, participativa y dialogante.

Con todo ello, la comunidad comenzará a comprender más los asuntos legales y a tener una auténtica consciencia jurídica, además, claro está, de representar una suerte de freno o contrapeso a los poderes económicos y políticos, porque no podrán influirla o corromperla tan fácilmente.

Es como si empezara a convertirse de a pocos en una comunidad que se interesa cada vez más por sus problemas y a ser más dialéctica. Bases fundamentales para construir una verdadera sociedad democrática.

Sólo así la justicia dejará de ser ese mounstro al que tiene que enfrentarse el litigante muchas veces en evidente desventaja, ya que todo el andamiaje jurídico-normativo le será un poco más comprensible. Una justicia de ese tipo estará en mejores condiciones de comprender las problemáticas que se encuentran en el tejido social, además de ser capaz de reconocer otros sistemas normativos ancestrales que conviven con dentro del Estado. Se generará así una mayor tolerancia hacia aquellas conductas o prácticas sin caer en el error de tipo cultural al momento de apreciarlas.

Todo lo anterior no quiere decir que debamos dejar de tener parlamentos, sino que la ley siga poseyendo un rol importante y fundamental, pero ya no protagónico al momento de regular las conductas y las prácticas sociales.

Si pretendemos que las normas se cumplan, promovamos pues mecanismos participativos no sólo para su sanción a través de la acción de inconstitucionalidad, por ejemplo, sino también procedimientos regulares para su elaboración y formación.

El positivismo jurídico aplicado hasta ahora, sólo se ha prestado al servicio de los intereses de unas minorías caracterizadas por su insensibilidad social. La ley durante largo tiempo ha sido el instrumento de control social empleado por excelencia por el Estado para mantener una determinada estructura. De ahí que debamos hacer que ésta sea lo más democrática posible en cuanto a su gestación, ya que sólo así gozará de cierta legitimidad y se podrá considerar como emanada del pueblo.

Debemos pues de desterrar los nocivos efectos del positivismo jurídico dado que resulta ajeno a la compresión de los fenómenos sociales. Para esto, los jueces deben de ser orientados hacia roles o facetas creadoras e innovadoras en el plano jurídico. El derecho debe dejar de ser una entelequia o una gran nebulosa solo comprensible por aquellos que fueron educados en su funcionamiento y aplicación.

Siendo pues un país donde la costumbre está fuertemente arraigada, al extremo que deroga normas escritas, es que debemos percatarnos que el único sistema jurídico compatible con ella es el anglosajón, ya que en éste último las costumbres populares y los valores sociales encuentran la forma de manifestarse y canalizarse a través de la jurisprudencia y de los sistemas de jurados.

Esto producirá, de alguna forma u otra, una suerte de reconciliación con formas ancestrales de justicia anteriormente marginadas y condenadas (las campesinas y nativas), promoviendo más bien su comprensión, evitando su aislamiento.

La única base que encuentra la ley para justificarse es la propia ley y nada más, ni siquiera se remite a valores comunes. Ya que si un abogado o juez cualquiera intentara descubrir porque obedece una ley se daría con la sorpresa de que ésta no representa muchas veces los intereses mayoritarios, lo cual lo llevaría a pensar que el Estado, quien emitió la norma, tampoco posee legitimidad. “Ni el abogado puede poner en cuestión los supuestos previos—argumentando acerca de su invalidez debido a que el Estado no representa los intereses de la sociedad, ni la ley recoge los sentimientos mayoritarios---, ni el juez puede tolerar que lo interfieran las evidencias que tiene acerca de la endeblez de tales supuestos. Por esto es que en una sociedad como la nuestra es más agudamente necesario que nuestros jueces y abogados repitan y crean que “la ley es la ley”. Aceptar la discusión de fondo sobre la base de la legitimidad de las leyes y el Estado que las impone, significaría echar por tierra los cimientos de todo el aparato administrador de justicia, lo que no es ni siquiera ni políticamente ni sicológicamente permisible[1].



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[1] Pasara, Luis. Perú: Administración de ¿Justicia? En: La Administración en América Latina. Consejo Latinoamericano de Derecho y Desarrollo. Lima, 1984. p 219.

* Las opiniones aquì vertidas forman parte de la Tèsis Universitaria de uno de nuestros miembros, de modo que se agradecerà citar la fuente ante cualquier menciòn de todo o parte de la misma. Remitiendo, para tal efecto, un correo al autor de esta entrada.

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