miércoles, 15 de noviembre de 2006

War In Irak: Should I stay or should I go?

El título de una entrañable canción de The Clash parece ser hoy en día la cuestión que se debate en los pasillos de la Casa Blanca y el Congreso. Salidas de Irak no hay muchas, y si existen son pocas y malas. Sea como fuere, abandonar Irak sin un programa será tan malo como fue invadirlo.
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"Alea jacta est", la suerte está echada para los republicanos luego de cruzar ese Rubicón llamado Irak. Julio Cèsar, a diferencia de la Administración Bush, iba en busca de su destino y no tras una catástrofe anunciada. El impase iraquí, por decirlo de algún modo benigno, ha provocado que EE.UU. sondee la posibilidad de contar con la ayuda de dos integrantes del “eje del mal” como Siria e Irán. Este acercamiento promovido por el primer ministro británico, Tony Blair, trata de involucrar en el conflicto a los mayores patrocinadores del terrorismo islámico internacional, según Washington. La adopciòn de esta nueva postura se debe a que--a estos Estados--no les convendría tener que lidiar con un vecino sumido en una espiral de violencia interminable o al borde de una limpieza étnica. Tanto uno como otro tienen cierto interés en una futura pacificación de Irak, toda vez que las concentraciones de suníes y chiíes les podría garantizar si no el control, al menos el equilibrio de un eventual aliado rico en petróleo. Pero antes de hacer demasiadas elucubraciones sobre el porvenir del convulsionado país, conviene establecer que las prioridades pasan por conducir a esa nación hacia una estabilización política antes que hacia una transición democrática.

Para ello es necesario lograr el compromiso de la población a través del bienestar. Sin la aplicación de un proyecto que haga énfasis en fortalecer las alianzas con los líderes tribales como lo hizo Sadam y planes de desarrollo focalizados en la alimentación, salud y educación, todo esfuerzo por reconstruir Irak será abortado. Lo que se quiere decir es que sino se da suficientes motivos al pueblo iraquí como para que repudie la violencia sectaria la inestabilidad continuará. En vez de repartir golosinas y caramelos, mejor hubiera sido implementar un programa de alimentación integral que satisfaga las necesidades de los más necesitados. Tal vez si los marginados y hambrientos iraquíes hubiesen sido socorridos a tiempo como los europeos tras la ejecución del Plan Marshall (después de la Segunda Guerra Mundial), no hubieran sido indiferentes a las acciones de su gobierno o cómplices de las milicias que desangran el país. Craso error de los halcones o neoconservadores de la Casa Blanca y el Pentágono pues lo primordial debió ser contar con el apoyo de las facciones a quienes mediaticamente se iba a “liberar”. De nada sirve ahora hacer cálculos o planes que contemplen retiradas parciales o totales del terreno de batalla dado que el abandono implica entregar el maltrecho Estado al caos.

Nadie sabe a ciencia cierta los alcances de un repliegue masivo de tropas en momentos que la violencia alcanza mayores ribetes de sofisticación y peligro. El reciente secuestro de casi todos los miembros de una oficina gubernativa en pleno Bagdad, “custodiada” por más de 60,000 efectivos entre norteamericanos e iraquíes, nos lleva a la conclusión de que el grado de infiltración de los rebeldes es mucho mayor al previsto por diversos analistas. Parte de esa infiltración en los estamentos militares y policiales se origina en el descontento natural con la ocupación estadounidense y sus políticas.

De todos los grupos étnicos y religiosos que viven en Irak, sólo los kurdos se han favorecido con la invasión del país ya que con ella se eliminó el riesgo de volver a ser oprimidos por Sadam Hussein. Aunque tal amenaza ya había sido conjurada en gran medida. Si refrescamos nuestra memoria, nos percataríamos que los kurdos contaban con la protección de la OTAN mediante la zona de exclusión área establecida en el norte. Gracias a dicha medida, la aviación norteamericana y británica realizaban vuelos de inspección que mantenían a raya cualquier desplazamiento hostil por encima del paralelo 36º. Además, todo intento de represión a los kurdos hubiera sido interpretado como una agresión a la paz que seguramente daría pie a una intervención militar por parte de las potencias occidentales, algo que el debilitado régimen de Sadam no hubiera podido resistir.

"Beneficiarios intermedios" fueron los chiítas, quienes a raíz de la caída de Hussein y el Partido Baas, no se verían sometidos a la minoría sunita. Sin embargo, el vacío de poder fue copado inmediatamente por los estadounidenses y exiliados iraquíes manejados desde Washington. La disconformidad de éstos fue acrecentándose a medida que su participación política era meramente decorativa y se incrementaba la violencia sectaria (luego de que el pasado 22 de febrero un atentado en Samarra, que destruyó la cúpula de un templo chií, desató una ola de crímenes que ha acabado con la vida de miles de personas).

En cuanto a los suníes, el segundo grupo en importancia demográfica del país, sin ninguna duda fue el más afectado con la incursión occidental pues a la pérdida inmediata del poder se sumó la detención de sus líderes más representativos, descabezándolo casi por completo. La ausencia de un liderazgo suní ocasionó que dicho estamento se inclinará fácilmente hacia el extremismo dado que sus posibilidades de volver a retomar el control dentro de un escenario “democrático” serían prácticamente inexistentes. La violencia surge así como la única forma de desbaratar los planes del Gobierno iraquí y como el medio más realista de tentar el poder.

Obviamente la “democracia” les conviene más a los chiítas por su peso numérico que a los sunitas. Un gobierno de tendencia más conservadora y cercano a Irán podría ser también peligroso para los intereses de los involucrados en el guerra. Las condiciones para una limpieza étnica están más aseguradas con la eventual partida de las tropas de Estados Unidos. Irak tranquilamente puede convertirse, si no lo es ya, en otra Ruanda o Yugoslavia en Medio Oriente. Las consecuencias de una guerra civil a esa escala pueden desencadenar tantos escenarios posibles como imaginables.

Se dice que “la primera victima en una guerra es la verdad”.
Discrepamos, porque al menos en esta guerra fue la esperanza.

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