martes, 17 de abril de 2007

Muerte en la Universidad de Virginia: American Psycho

Muchos atribuyeron inmediatamente a la sociedad norteamericana una serie de hechos aislados de barbarie, aunque en este caso la procedencia del asesino era surcoreana. Lo social sin duda influye en las decisiones que toman los individuos siempre que comprendan la magnitud de éstas. Ante lo ocurrido en la Universidad de Virginia y sin mayores pormenores del último asesinato, surge la interrogante de si la sociedad estadounidense es fabricante en serie de “asesinos seriales”.

La pregunta es difícil de contestar toda vez que EE UU no es una sociedad uniforme y existen muchas diferencias entre (y dentro de) los estados de la Unión. Aunque tal vez nos sea más compresible – y más fácil también- pensar que sea así. Echarle la culpa a la sociedad – si la tuviera- no soluciona las cosas, pero sí diluye las responsabilidades (políticas, institucionales e individuales) al atribuírsela a ese ente gaseoso y abstracto.

La sociedad como tal no puede ser juzgada, lo que no impide que sea analizada y criticada cada vez que suceden cosas que perturban el orden. El asunto en ciernes evoca en muchos una profunda crisis y descomposición social en la sociedad estadounidense. Y hay algo de razón en ello ya que estos trágicos eventos no son aislados, pues hemos sido testigos de violencia juvenil en las escuelas y universidades norteamericanas.

Ahondar en los males e imperfecciones sociales sólo podrían explicar marginalmente lo que ocurre en la mente criminal. Aunque existe un elemento relevante para la comprensión de este y otros crímenes: la deshumanización del individuo en las grandes sociedades postmodernas. Esta característica casi patológica es resultado de haber rebajado la condición humana a la de un objeto de consumo.

En Occidente es verificable el hecho de la impersonalización de las relaciones y contactos a tal punto que casi ni conocemos a nuestros propios vecinos. El grado de interacciones se reduce y limita no sólo por la falta de tiempo, sino que no invertimos en aquellas relaciones que no nos reporte una utilidad inmediata. De ahí que esté muy extendida la noción de vincularnos en función del producto resultante entre costes y beneficios.

Si consideramos a las personas de nuestro entorno como simples prestadoras de servicios, es indudable que entren en la categoría de objetos para nosotros, de cosas que se pueden adquirir gracias a un mayor o menor ingreso.

En el fondo de lo que se trata es de una convivencia despersonalizada y de una exaltación del propio ego. Matar a sangre fría sin que importen las consecuencias sólo revela la punta del iceberg, ya que lo verdaderamente preocupante es pasar desapercibido dentro de la sociedad como asesino, esto es, sin que los demás adviertan la potencial ira que escondemos.

La frustración y el enojo con la vida misma pueden haber llevado a esta trágica situación. Por versiones de medios televisivos escuchamos una y otra vez que el sujeto que ha provocado este lamentable hecho ha sido presa de un descontrol que sólo es identificable en una personalidad gravemente afectada. Algunos entendidos en comportamientos violentos destacan la importancia de los componentes psicológicos y medioambientales en el desarrollo progresivo de los resortes de la personalidad.

Más que la masacre de Colombine en Colorado, con la que esta tragedia tiene evidentes coincidencias, la matanza en Virginia Tech recuerda, al menos en mi caso, a American Psycho (1990), la novela del irreverente escritor norteamericano Bret Easton Ellis. La obra tiene un gran valor: no explica nada pues deja que el lector descubra por si mismo la vacía dinámica del crimen.

El mal no tiene ninguna profundidad según Hannah Arendt (En Eichmann en Jerusalén). Y en el texto en cuestión no la posee ya que en ningún momento el protagonista (Patrick Bateman) explica su porqué.

La escasa o nula profundidad del mal hacen que éste sea superficial, como en efecto sucede en la novela pues lo que conmueve es la frialdad del asesino que se preocupa más por combinar una par de corbatas que por los horrendos crímenes cometidos el día anterior.

No hay temores o culpas individuales ni fantasmas de los asesinados que asedien o exijan justicia como el del padre de Hamlet. No hay trascendencia en un mundo absolutamente material, en el que se ha perdido el sentido de lo sagrado, pero no desde un punto de vista metafísico, sino real, que signifique un sentimiento de responsabilidad hacia nosotros y a la vida de los demás a la vez.

Carl Gustav Jung tal vez lo explique de mejor forma al señalar que “el hombre contemporáneo, confiándose unilateralmente en su razón esclarecida, se cree libre de su propio mundo simbólico y de los influjos de los "dioses" de antaño, pero lo que hemos superado son sólo los fantasmas verbales. (...) Los dioses del pasado se convirtieron en enfermedades (…)”.

Yo mismo trato de encontrar respuestas en vez de preocuparme inicialmente por el dolor de los deudos y los heridos. Como si saber el porqué hiciera más confortable la noticia. La búsqueda de explicaciones es una manera racional de corregir la anomalía ya que los vacíos suelen generar angustias. Pero si no reflexionara jamás tomaría consciencia de la dimensión humana del problema.

Es necesario superar ese “individualismo donde el repliegue de los sujetos sobre sí mismos se sustancia”, siguiendo al ensayista del diario El País, Manuel Cruz, (comentando un texto del filósofo Giacomo Marramao). Para ello tal vez haga falta emprender un “universalismo” para recuperar “la solidaridad y los valores compartidos”, es decir, el espíritu libertario que constituyó originalmente a nuestros Estados y por qué no, a las religiones que suscitan una mayor conciencia del mundo, del prójimo y de la trascendencia.

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