lunes, 4 de junio de 2007

Elecciones en EE UU: Demócratas divididos por Iraq

Quien haya tenido la ocasión de escuchar el debate de los ocho precandidatos demócratas puede sacar una gran conclusión: la mayoría de ellos, en especial los senadores Clinton y Obama, generan mucha más confusión que esperanza. La guerra de Iraq, o mejor dicho, la manera de lidiar con ella ante los electores se ha convertido en un obstáculo para lograr la cohesión de un partido que aspira recuperar la presidencia tras ocho años de dominio republicano.

No sorprende que los grandes “detractores” de la guerra en Iraq hayan sido “tenues” en el Senado cuando se debatió el proyecto de la Casa Blanca para financiar sus iniciativas bélicas en Oriente. En el marco del segundo debate entre los aspirantes al Ejecutivo estadounidense, los participantes no dejaron de atacarse y reprocharse mutuamente acerca de la autorización bipartidista que otorgó el Congreso al presidente Bush para invadir Iraq y en la reciente aprobación de fondos para continuar con dicha ocupación.

Las acusaciones se concentraron principalmente entre los candidatos que lideran las preferencias de los votantes demócratas, es decir, la senadora Hillary Clinton con el 45% de la intención de voto, el senador Barack Obama, con un expectante 27%, y el ex postulante a la vicepresidencia en el 2004, John Edwards, con un lejano 11%.

A Clinton y Obama se les critica su postura endeble frente a la decisión de traer de regreso a las tropas destacadas en Iraq; mientras que a Edwards se le cuestiona -lo mismo que a la ex primera dama- su apoyo inicial a la invasión cuando era senador por Carolina del Norte. Si bien Edwards se disculpó por respaldar la guerra pues manifestó que cometió un error; la senadora por Nueva York reveló que votó según la información de inteligencia que tenía disponible en ese momento (insuficiente y equivocada por cierto) y que consultó con otras fuentes para aprobar la guerra, sin llegar a lamentarse por ello o reconocer su falla. “Si hubiera conocido en el 2002 lo que sé ahora hubiese votado en forma diferente”, recalcó en su defensa la esposa del ex presidente Bill Clinton.

Es compresible, pero no perdonable, que la senadora haya votado por la guerra iniciada en marzo de 2003 porque el estado que representa fue blanco de los extremistas musulmanes. Para ella hubiese sido un suicido político en ese momento no autorizar la ofensiva contra Iraq ya que, de no hacerlo, hubiese perdido la reelección inmediata por Nueva York (así como enormes chances de acceder a la presidencia toda vez que quedaría apartada de la escena política).

Sin duda estar alejada por cuatro años del Senado hubiesen sido devastadores para una candidata que deseaba construir su propia imagen política. En su caso, ella necesitaba forjar una carrera independiente a la de su marido para no quedar asociada eternamente a su rol de sufrida primera dama (por lo del affaire Lewinsky). Es decir, debía probar que podía desenvolverse por sí misma dentro de los grandes círculos del poder al igual que cualquier demócrata o republicano con intenciones de tentar la Casa Blanca.

Como era lógico, los contendientes con menores posibilidades de lograr la nominación demócrata dirigieron sus críticas a los favoritos como el congresista Dennis Kucinich y el ex senador Mike Gravel para ganar algunos puntos. La ocasión fue propicia para desnudar las falencias de los senadores Clinton y Obama pues su desempeño, al menos para el ala izquierdista de su partido, deja mucho que desear por no tomar una posición más firme en el Congreso en torno a la guerra en Iraq.

En su defensa puede decirse que votaron en contra de la ley de financiamiento de la guerra, la que no incluyó una fecha de retiro de las tropas. Pero se esperaba que su liderazgo se hiciera sentir durante la votación que concedió los fondos. El Partido Demócrata, y en especial sus principales aspirantes a la presidencia, estaban llamados a poner fin a una de las empresas militares más desastrosas de EE UU desde la guerra de Vietnam. Ese fue el mandato que les confiaron millones de votantes en noviembre de 2006 cuando se hicieron de la Cámara de Representantes y del Senado.

Este revés pone las cosas aún más difíciles para los electores pues no encuentran en ninguno de los dos partidos una respuesta clara a la ocupación de Iraq. De ahora en adelante los republicanos tendrán buenos argumentos para señalar que las responsabilidades de esta guerra son compartidas pues muchos demócratas han dado luz verde al plan del presidente para proseguir con la “estabilización” del conflictivo país. Sin dejar de lado que algunos “opositores” como la senadora Clinton y el ex senador Edwards votaron favorablemente por invadir Iraq.

No es tan fácil oponerse a la guerra ahora como hace cinco años, al menos no si se es aspirante a la presidencia ya que en Iraq están en juego muchos intereses norteamericanos. Antes de su asedio no era muy importante en el aspecto de la guerra contra el terrorismo internacional. Tampoco el régimen de Saddam influenciaba en gran modo el precio del barril de petróleo pese a poseer las segundas reservas de ese recurso (dado que no comercializaba directamente su petróleo, sino a través de la ONU por medicinas y alimentos). Pero todo cambió con el allanamiento de Iraq pues al poco tiempo se convirtió en el epicentro de la lucha contra Al Qaeda, desplazando incluso a Afganistán. La incursión por si sola contribuyó a elevar algunos dólares la cotización internacional del crudo pues incrementó el riesgo geopolítico, es decir, uno de los factores que determinan la composición de su precio.

A pesar de sus contradicciones, la estrategia de los demócratas parece seguir apostando por asociar la debacle en la posguerra a los republicanos. Aunque ahora las cosas no estén tan claras como hace medio año pues los primeros han aprobado los fondos de guerra solicitados por Bush.

Los demócratas creen que la situación empeorará a tal grado que la gente olvidará su enojo con ellos por no concretar la retirada que prometieron durante las elecciones de noviembre pasado.
En cierto modo los pronósticos de la oposición no son muy distintos a los de la mayoría de analistas sobre Iraq de aquí a unos meses. Esa confianza en que las cosas se degraden todavía más puede dar réditos a futuro pues los demócratas podrían aducir que le dieron todas las facilidades al presidente para que restablezca el orden en Iraq, con un jugoso presupuesto de por medio, y que esté no cumplió. Sólo de esa forma el Partido Demócrata podría hacer olvidar la desazón generada en millones de electores que le votaron.

Lo que va quedando claro de todos modos es que quien ocupe la presidencia tendrá que encarar la invasión de Iraq como primer punto de su agenda. Eso no es para nada alentador pues ese desafió puede coincidir con una economía en franca desaceleración pues la cifras del ultimo trimestre revelan un crecimiento de 0.6% cuando se esperaba poco más del doble de ese magro resultado (un 1.3%, según Goldman Sachs).

En lo que queda de la presidencia de George W. Bush, éste no tendrá que rendir cuentas al Congreso ya que los fondos asignados para Iraq y Afganistán han sido concedidos sin condicionamientos (unos 97.000 millones de dólares). Sólo se ha incluido dentro de la ley que autoriza los desembolsos 18 condiciones que tendrá que cumplir el Gobierno de Iraq. La Casa Blanca sólo reportará los avances y progresos alcanzados desde su concesión, pero no supedita para nada la aprobación de las partidas.

Durante la cita celebrada en New Hampshire también se abordó la nuclearización de Irán como grave desafió para la seguridad internacional. Además de la guerra en Iraq y los problemas con Irán, los precandidatos debatieron sobre economía, inmigración, fuentes alternativas de energía, la crisis humanitaria de Darfur, la función del ex presidente Clinton en un eventual gobierno de su esposa, la seguridad social, la asistencia médica, entre otros grandes tópicos que dominan la campaña presidencial.

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