REPORTAJE: Nerviosismo en los mercados
La metástasis
La crisis financiera ha alarmado al mundo. Su verdadera dimensión se conocerá en abril, pero ya se sabe que febrero y marzo serán muy malos
JOAQUÍN ESTEFANÍA 27/01/2008
Dos banqueros se encuentran a primeros del pasado mes de enero en Acapulco. Se abrazan y se felicitan las fiestas: "¡Feliz año 2009!". Entre ellos existe el implícito de que el ejercicio en curso será malo para su sector. Lo han descontado. No sólo por la posible recesión en Estados Unidos, por las dificultades de Japón de continuar en la senda del crecimiento, o por la lentitud económica de la vieja Europa; sino, sobre todo, por los problemas que asuelan al sistema financiero mundial desde que a finales del pasado mes de julio estallase la crisis de las hipotecas de alto riesgo (subprime).
La discusión latente sobre si EE UU está en recesión (dos trimestres seguidos de decrecimiento económico) o en una desaceleración profunda (un crecimiento del PIB menor al 1%) es, para esos banqueros, una polémica académica y bastante estéril. Lo que les importa es que se determine con rapidez si después de los casos conocidos de entidades contaminadas por las hipotecas locas, van a aparecer más, o si la crisis se va a extender a otra tipología de empresas financieras no necesariamente bancarias. A principios del año 2008 reina la opacidad: no se sabe quién tiene qué enfermedad.
Cuando llega el primer Lunes de Pasión del año, el 21 de enero, y las Bolsas de valores caen con estrépito en porcentajes olvidados al menos por una generación de ciudadanos -una bajada equivalente se produjo en 1987, hace 21 años- los primeros análisis atribuyen el crash y el pánico desatado entre los inversores a los temores de que en EE UU se vaya a iniciar una recesión profunda y duradera. Nada más incierto: una caída fuerte de la economía americana, que se está produciendo, está descontada en las expectativas y en las percepciones: seis de cada 10 ciudadanos americanos consideran que la recesión ya afecta a sus bolsillos.
Además, si esos temores sirviesen como argumento principal para explicar la caída en picado de las Bolsas, ¿cómo interpretar las inmediatas subidas, casi en los mismos porcentajes, de los valores que antes bajaron? ¿Quizá como la expresión de que tal recesión se aleja del horizonte sin que haya datos que lo avalen? ¿O se trata más bien del tradicional rebote del gato muerto, una espectacular subida que resulta ser falsa? Las Bolsas se han comportado durante la semana pasada mucho más como una montaña rusa, plagada de volatilidad, que como una línea recta hacia el infierno.
El crash bursátil del lunes 21 de febrero tiene otras causas. Cuarenta y ocho horas antes, la agencia de calificación del riesgo Fitch rebajaba la solvencia a Ambac Assurance, una de las principales compañías aseguradoras de bonos de EE UU, conocidas como monolines. Después de incorporar a nuestra jerga las hipotecas subprime debemos añadir al léxico de una pequeña cultura financiera las monolines.
Una empresa cualquiera emite bonos para financiarse, los bancos invierten en esos bonos y aseguran ese riesgo a través de las monolines. Rebajar la calificación a una de las monolines más importantes indica a los inversores y a los mercados que existe la posibilidad de que la misma no pueda atender a los riesgos contraídos. Máxime cuando quien lo hace, una agencia de calificación de riesgos, ha sido acusada de haber mirado para otro lado (versión piadosa) o no haber advertido voluntariamente (versión inculpadora) de la mala calidad de las hipotecas locas. Si la crisis financiera se trasladase desde los grandes bancos norteamericanos (Citigroup, Merrill Lynch, JP Morgan, Bank of America, ...) a otro sector tan considerable como el de las aseguradoras de bonos, significaría que la metástasis ha avanzado. A partir de ese momento sería legítimo preguntarse, por ejemplo, cuánto tiempo tardará en aparecer un hedge fund (fondos de alto riesgo) contaminado también por el mismo problema. La innovación financiera de estos últimos tiempos ha consistido, entre otros aspectos, en parcelar, repartir y transformar el riesgo de modo sistemático; hay productos financieros que se empaquetan hasta siete u ocho veces, y a continuación se titulizan. ¿Qué hay dentro de ellos? ¿Cuál es su composición, sus tripas? De nuevo, nadie sabe quién tiene qué.
La reacción positiva de las Bolsas de valores a este problema se produjo no sólo cuando la Reserva Federal (Fed) -en un gesto que no había tenido desde una fecha tan excepcional como el 11 de septiembre de 2001, con motivo de los atentados terroristas al Pentágono y a las Torres Gemelas- bajaba los tipos de interés en una reunión extraordinaria (nada menos que en tres cuartos de punto; en los últimos cuatro meses los ha bajado 1,75 puntos y los mercados esperan que aún lo haga en otro medio punto en su reunión ordinaria del próximo miércoles), sino cuando se gestaba una operación de rescate de las monolines, mucho menos publicitada.
El pasado miércoles, las autoridades reguladoras del sector del seguro del Estado de Nueva York anunciaban una negociación con la banca de un plan de apoyo financiero a las aseguradoras de riesgo. Es decir, los mercados de valores subieron cuando los inversores tuvieron alguna seguridad de que los poderes públicos no dejarían caer a ninguna entidad importante del sector de los seguros. Se repetía la misma historia que en el año 1998: ante la posibilidad de la quiebra de un fondo de alto riesgo, el Long Term Capital Management (LTCM), la muy liberal Reserva Federal se olvidó de sus principios de no intervención y de su filosofía de que cada palo aguante su vela, y lideró un paquete de ayudas al fondo en el que participaron los más importantes bancos de inversión de EE UU. Ante una crisis de estas dimensiones, con capacidad de contagio al conjunto del sistema financiero, las autoridades olvidan el laissez faire y acuden en ayuda de lo privado. Cuando la necesidad aprieta, los poderes públicos se convierten en caballeros blancos de las instituciones privadas, con el aplauso de éstas. En última instancia, el capital confía en la salvación pública.
La experiencia indica que casi todo ha pasado antes y casi todo va a volver a pasar, aunque los problemas se manifiesten de diferentes formas. El maestro Galbraith, tan agraviado por los neoliberales por mostrar que el rey está desnudo, escribió en su Breve historia de la euforia financiera que la memoria da síntomas de extrema fragilidad cuando se trata de asuntos financieros: "En consecuencia, el desastre se olvida rápidamente. Cuando vuelven a darse las mismas circunstancias u otras muy parecidas, a veces con pocos años de diferencia, aquéllas son saludadas por una nueva generación a menudo plena de juventud, y siempre con una enorme confianza en sí misma, como un descubrimiento innovador en el mundo financiero y, más ampliamente, en el económico. Debe haber pocos ámbitos de la actividad humana en los que la historia cuente tan poco como en el campo de las finanzas. La experiencia pasada, en la medida que forma parte de la memoria de todos, es relegada a la condición de primitivo refugio para aquellos que carecen de la visión necesaria para apreciar las increíbles maravillas del presente". En sus recientes memorias, el antes silente ex presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, lo resume de modo tajante: cada burbuja y cada boom da lugar a su propia recesión.
La última fase de la globalización, tal como se está desarrollando, tiene dos características recurrentes. La primera es una acumulación de crisis financieras, de distinta naturaleza, que se repiten cada pocos años: en 1987, el citado crash bursátil; en 1992, el debilitamiento y posterior estallido del Sistema Monetario Europeo; en 1994, la quiebra de México, ejemplo de país emergente que cumplía con los dictados de la economía ortodoxa y del Fondo Monetario Internacional, y el efecto tequila (contagio a muchos otros mercados, muy alejados del mexicano); en 1997, la crisis asiática motivada por una serie de devaluaciones en cadena, que comenzó en la lejana Tailandia y a la que se denominó la primera crisis global; en 1998, la suspensión de pagos de Rusia; ese mismo año y el siguiente, nueva crisis de América Latina, a través de Argentina y Brasil; en 2000, el estallido de la burbuja de Internet y la desaparición del 90% de las empresas puntocom; en 2001, el caso Enron y la multiplicación de los escándalos en la América corporativa, con la complicidad de las compañías auditoras y de los bancos de negocios. Y hoy, las hipotecas subprime, cuyo alcance todavía no se adivina en el horizonte.
En la crisis de las hipotecas locas se dan tres singularidades, que la distinguen de la mayoría de las anteriores convulsiones: la primera, que la contaminación emerge del corazón del sistema -EE UU y la aristocracia financiera de Wall Street-, no de los países emergentes como en muchos de los anteriores episodios. La segunda, que los contaminados son los Estados del primer mundo, fundamentalmente los europeos. La tercera singularidad es la más novedosa: los salvadores de los bancos en crisis con necesidades urgentes de capitalización son los países emergentes a través de los fondos soberanos (sovereign-wealth funds); los fondos soberanos son empresas de capital público de aquellos países (China, Arabia Saudí, Abu Dhabi, ...) que tienen gigantescas reservas de divisas por poseer materias primas con los precios al alza, fundamentalmente petróleo, y que invierten parte de las primeras en bancos y empresas privadas del primer mundo, sin participar en la gestión de las mismas. La paradoja es evidente: la periferia acude en salvación del centro del sistema.
La segunda característica de la globalización realmente existente es la financiarización de la economía. Lo financiero ha pasado a primer plano, es lo hegemónico; lo productivo o lo industrial es subsidiario de lo financiero. Ello se ve, sobre todo, en el protagonismo que han adquirido los mercados de valores en sus diferentes modalidades. El valor de la acción de una empresa es más importante, muchas veces, que la producción o los servicios que genera.
¿Cuándo se conocerá la profundidad y la extensión de la crisis de las hipotecas subprime? Al aparecer los primeros casos de entidades financieras contaminadas, a finales del pasado mes de julio, se dijo que la fecha oportuna sería en el momento de hacer públicas las cuentas parciales de los bancos, en el último trimestre de 2007. Entonces se distinguirían las buenas prácticas de las nocivas, los bancos con dinámicas ortodoxas de aquellos que habían prestado sin pedir las necesarias garantías con las que cubrir los créditos fallidos. Vencida la opacidad y triunfante la transparencia, el sistema financiero recuperaría la confianza y los bancos sanos volverían a prestar dinero a los bancos sanos. No ocurrió así. En estas semanas se están publicando las cuentas bancarias correspondientes a todo el año 2007 y hay muchas entidades internacionales que anuncian unos resultados muy inferiores a los previstos, atribuibles a la crisis en cuestión. Pero los mercados no se los creen y opinan, con su tremenda desconfianza, que habrán de aparecer nuevos números rojos.
En el sistema interbancario es hoy imposible obtener financiación a tres, dos o siquiera a un año. Los analistas opinan que el problema se sitúa ahora en las compañías auditoras, bajo lupa, que han de valorar los activos titulizados, de una gran volatilidad. Hasta que los auditores no emitan sus informes preceptivos no cambiará el ambiente. Y ello será a partir del mes de abril. Febrero y marzo serán meses muy malos en cuanto a la percepción del problema que, en definitiva, son los excesos de la innovación. A partir del cuarto mes del año debería conocerse la dimensión de los agujeros, el verdadero valor de las titulaciones (los colaterales) y las repercusiones de la posible quiebra de estos vehículos financieros en los balances de los bancos. Entonces se producirá la discriminación y los bancos comenzarán a prestarse unos a otros. Pero nadie tiene la seguridad de que vaya a ser así o si se necesitará un nuevo plazo para acabar con la opacidad.
Mientras tanto, las entidades habrán de lograr la liquidez a través de los bancos centrales y multiplicando sus depósitos, lo que los encarecerá, como ya está pasando: hay un enorme desplazamiento del dinero de los clientes desde los fondos de inversión hacia los depósitos a plazo.
El magnate norteamericano de origen húngaro George Soros declaró la semana pasada en el Foro Económico Mundial de Davos que la crisis de las hipotecas subprime es la más grave desde la II Guerra Mundial. Sin duda su conocimiento es amplio, porque Soros ha sido uno de los grandes beneficiarios de las convulsiones pasadas (su intervención logró sacar a la libra esterlina del Sistema Monetario Europeo, en 1992). Pero añadió algo más: la inanidad de los controles y de los reguladores nacionales ante unos hechos globales. La innovación financiera siempre ha ido por delante de la regulación necesaria. Ésta es una de las grandes lecciones de las actuales convulsiones financieras: la política ha ido por detrás de la economía, salvo cuando ha sido imprescindible acudir en auxilio de la segunda.
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