miércoles, 6 de mayo de 2009

El paro amazónico y una alternativa de solución



El paro amazónico y una alternativa de solución

Si las comunidades nativas radicalizan sus acciones afectarían el abastecimiento de combustibles, el comercio y el turismo
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El paro amazónico convocado por organizaciones nativas está a punto de cumplir un mes. Desde el 9 de abril diversas etnias de nuestra Amazonía realizaron una serie de acciones enérgicas con el fin de hacerse escuchar. Conforme transcurren los días el asunto se va deteriorando y el Gobierno parece poco interesado en atender el clamor de los pueblos del interior.

Las comunidades de la selva solicitan la derogatoria de un conjunto de normas que consideran lesivas a sus intereses. En concreto piden la anulación de los decretos legislativos 1015 y 1073 porque consideran que atenta contra su derecho a la propiedad de sus tierras. Para evitar mayores conflictos sería conveniente que el Ejecutivo atendiera sus demandas. Las cosas están a punto de alcanzar dimensiones considerables ya que La Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep) ha amenazado con dañar el Oleoducto Norperuano y cortar el suministro eléctrico a una estación de Petroperú, la petrolera estatal.

La gran movilización iniciada hace casi cuatro semanas podría agravarse aún más si las tribus amazónicas bloquean la carretera Fernando Belaúnde Terry (ex Marginal) y toman el aeropuerto de Tarapoto. Las medidas fueron acordadas en una asamblea en respuesta al desbloqueo del río Napo por parte de la Marina de Guerra (una unidad naval liberó la vía fluvial para que embarcaciones petroleras pudieran navegar sin impedimento).

Alberto Pizango, presidente de Aidesep, dijo que “no está en contra de la explotación petrolera o maderera, sino de los abusos y violaciones a los pueblos indígenas”. Los nativos sienten mucha desconfianza hacia las autoridades porque creen que están coludidas con las compañías que operan en sus localidades. Ellos tienen poderosos motivos para ser suspicaces porque las autoridades negocian una serie de disposiciones que perjudican su modo de vida a sus espaldas. La desidia y falta de diálogo del Estado
[1] les hace suponer que este prefiere a los capitales extranjeros y nacionales que desarrollan intensa actividad sus territorios.

La existencia de conflictos sociales son la manifestación o agudización de problemas de vieja data. Muchos de éstos podrían resolverse si los funcionarios tomaran en cuenta la opinión de las comunidades. Éstas vienen exigiendo incansablemente que el Gobierno respete el Convenio 169 de la OIT, en virtud del cual se compromete a respetar a las comunidades locales, proteger territorios y consultar las decisiones que las afectarán. Lo que se reclama básicamente es transparencia antes de iniciar un proceso de licitación de proyectos de inversión en minería, petróleo y la industria maderera. Para lograrla se requiere que las poblaciones participen desde el comienzo, es decir, desde que el Ministerio de Energía y Minas o Perupetro pretende dar en concesión una determinada área para la explotación de un recurso natural.

En el caso de los conflictos socioambientales
[2] es posible reducir su incidencia si se toman medidas audaces. Una salida (al problema) podría ser asegurar de antemano –cuando se empiezan a elaborar las bases del proyecto- que la empresa o consorcio ganador (del lote petrolero o concesión minera) asigne un monto a las comunidades que serán afectadas por su incursión. Lo que se propone es que destinen un porcentaje del monto total que planean invertir en el desarrollo del proyecto. La cantidad no debería ser superior al 5% para no desincentivar la inversión en nuestros Andes y Amazonía. La razón para separar un porcentaje tiene fundamento legal pues la presencia (de las compañías) altera dramáticamente el modo de vida de los pueblos amazónicos. Eso se verifica fácilmente pues ese tipo de industrias talan árboles, contaminan ríos, ahuyentan especies, etc. El daño[3] es sin duda apreciable para los pueblos que todavía viven de la caza, la pesca y la recolección de frutos. De lo que se trata es de compensarlos monetariamente por los perjuicios que trae consigo la explotación de recursos naturales. Sabemos de antemano que ninguna cifra será suficiente para mitigar los efectos que esta actividad causa en la naturaleza y los habitantes que dependen de ella; pero ayudaría a preservar numerosos ecosistemas y culturas ancestrales.

Si se incorporan esas condiciones en las bases -para que las comunidades andinas y amazónicas reciban fondos una vez que se proclame un ganador-, es altamente probable que los proyectos mineros y petroleros tengan mayor aceptación entre las poblaciones involucradas. Así se vencería la resistencia inicial de los aborígenes puesto que su calidad de vida se deteriora conforme progresa cualquier explotación. Los recursos que se capten a través de esa iniciativa se manejarían bajo un fideicomiso, figura legal con la que se garantizaría la intangibilidad del fondo. Las compensaciones percibidas se emplearían para beneficiar exclusivamente a las comunidades y su entorno. Con recursos éstas podrían realizar una serie de mejoras y educar a sus jóvenes. En principio los miembros de cada comunidad decidirían el uso que le quieran dar a ese nuevo patrimonio; pero deberían ser asistidos, por falta de conocimientos técnicos y administrativos, por personal capacitado para aprovecharlo al máximo. Tal vez podrían ser ayudados por miembros de la Iglesia y Organizaciones No Gubernamentales, quienes conformarían un hipotético comité de vigilancia y asesoramiento para asegurar que las decisiones que involucren actos de disposición sean transparentes y reditúen en favor de la comunidad.

Esta propuesta permitiría que los pueblos afectados reciban y manejen recursos sin trabas burocráticas, y le daría cierta credibilidad a las empresas que desean explotar recursos en su zona de influencia pues reconocerían, aunque sea económicamente hablando, que su actividad extractiva causa enormes perjuicios. Los recursos comprometidos para la compensación comunal no se descontarán de las inversiones que las compañías deban realizar para adecuar su operación a los parámetros ambientales que exigen las leyes. Así, los programas de mitigación ecológica no sufrirían una merma importante.

Al considerar el resarcimiento comunal en los contratos ingresaríamos a una nueva fase de responsabilidad social porque el Estado comenzaría a velar por el bienestar de las comunidades. Lógicamente habría que trasladar la propuesta a las comunidades para que den su visto bueno. Seguramente no se opondrán porque sus necesidades son apremiantes y desean desarrollarse e integrarse mejor al resto de la sociedad. Creemos que el proceso de diálogo con las comunidades y pueblos nativos ganaría mucha legitimidad de incorporarse este mecanismo. Además, por si fuera poco, mejoraría las perspectivas para cerrar las negociaciones entre las empresas extractivas y las comunidades para obtener la ansiada licencia social.
[4]

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[1] El caso de la minera Majaz es uno de los que más repercusión acapararon este año, cuando los pobladores de tres distritos de la región norteña de Piura, fronteriza con Ecuador, rechazaron la explotación minera en una consulta vecinal que fue ignorada por el Gobierno central.
[2] En la actualidad la Defensoría del Pueblo ha detectado 99 conflictos socioambientales activos y 31 latentes en todo el territorio nacional. En total suman 130 casos que merecen atención porque está en juego la salud de nuestra población y el cuidado del ambiente.
[3] El Observatorio de Conflictos Mineros en Perú revela que el 55 por ciento de las seis mil comunidades campesinas con propiedad de tierras en Perú se ven afectadas por la actividad de las empresas mineras.
[4] Con la que se determina otros asuntos como servidumbres de paso, contratación de trabajadores nativos, realización de obras, uso de recursos locales, etc.

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