jueves, 9 de julio de 2009

Estados Unidos y el golpe en Honduras


Hoy jueves comienza la ronda de negociaciones entre el derrocado Manuel Zelaya y los líderes golpistas de su nación. El presidente de costarricense Óscar Arias oficiará de mediador a petición de Estados Unidos. Esta es la primera vez que un mandatario defenestrado de la región se sienta a dialogar con funcionarios del Gobierno que lo depuso.
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Por César Reyna




Para que las conversaciones resulten provechosas ambas partes deberán renunciar a varias pretensiones aún cuando eso implique restituir a Zelaya o amnistiar a las autoridades golpistas. Durante el diálogo auspiciado por Estados Unidos se estaría buscando la mejor forma de devolverlo al poder sin resentir demasiado a sus opositores, es decir, sin hacerle creer a un amplio sector de la sociedad que han sido derrotados. La presión de la superpotencia ha sido fundamental para explorar una salida pacífica a la crisis. Esto comprueba que organizaciones internacionales como la OEA, a pesar de que Estados Unidos se encuentra debilitado, no son capaces de influir en la resolución de un conflicto interno.

La comunidad internacional sólo aceptaría la reposición de Zelaya, y hacia eso apuntan los esfuerzos de la secretaria de Estado Hillary Clinton. Para que ese desenlace se produzca Zelaya deberá aceptar algunas condiciones como adelantar la fecha de las elecciones (posiblemente a setiembre) y renunciar a la convocatoria de una Asamblea Constituyente cuyo propósito era reformar la pétrea Constitución de su país. Dada la grave polarización que atraviesa Honduras, al depuesto Zelaya no le quedaría más remedio que acortar su mandato. Si vuelve a gobernar se limitaría a organizar los comicios y garantizar una ordenada transferencia de mando. Sus poderes como su período serían recortados en aras de reducir la tensión social.

Antes de reponer a Zelaya los golpistas anularían la orden de detención que pesa en su contra (se le acusa de 18 delitos) y sería amnistiado por los poderes públicos para que pueda terminar su período. Los cargos que se le levantaron -antes de su exilio involuntario – ya han sido desestimados por la Interpol porque el Gobierno de facto se negó a arrestarlo en dos oportunidades (una al expulsarlo a Costa Rica la madrugada del 28 de junio y otra al impedirle su regreso el domingo pasado, mientras sobrevolaba el aeropuerto Toncontín). Para la Interpol su detención es arbitraria pues se trata de “un caso de persecución política”, tal como lo afirma en un comunicado.

Si las negociaciones prosperan, Roberto Micheletti, el presidente en funciones, entregaría el poder a Manuel Zelaya a la brevedad y dejaría su puesto en el Congreso hondureño, donde ejercía la presidencia del órgano legislativo. No sería razonable que continúe al mando del poder que ocasionó la ruptura del orden democrático. Los principales involucrados en el golpe también abandonarían sus cargos ya que deben asumir el costo político de sus acciones. Esto se haría para aminorar la sensación de impunidad entre los partidarios de Zelaya y no enervar a los que respaldan el quiebre constitucional. La solución debe ser lo más salomónica posible para evitar la indeseada fractura social. Ni uno ni otro bando deben considerarse vencedores o perdedores cuando finalicen las conversaciones para no crispar los ánimos.

Si dejan sus funciones recibirían el indulto o la amnistía presidencial correspondiente para garantizar la gobernabilidad. Los crímenes del pasado se olvidarían mediante la expedición de una ley que certifique el borrón y cuenta nueva. La situación en Honduras, naturalmente, no partirá de cero porque la población jamás olvidará lo sucedido en estas últimas semanas. Los golpistas deberían automarginarse de la actividad política, es decir, no volverían a postularse en las elecciones. Algo parecido ocurriría con la cúpula militar que violentó la residencia de Zelaya y lo envió al extranjero en pijamas. El general Romeo Vázquez pasaría a retiro asi como los jefes de los institutos armados y la policía. El aparato político se renovaría solo en apariencia para dar tranquilidad.

Todos los que han participado de alguna u otra forma darían un paso al costado a cambio de inmunidad. Esto comprende a los jueces, fiscales y miembros de los órganos electorales que dispusieron la irregular captura de Zelaya. El precio (para estos) será muy alto pero deberá ser pagado si se quiere aplacar los disturbios y las sanciones internacionales. Sólo en un escenario como el descrito la comunidad internacional volvería a normalizar sus relaciones diplomáticos con Honduras. Como el país centroamericano depende mucho de la cooperación extranjera y préstamos de entidades multilaterales, los golpistas no tendrían otra alternativa que considerar una salida ordenada.

Estados Unidos no ha suspendido la ayuda humanitaria para emplearla como mecanismo de presión en caso de que Micheletti se niegue a realizar concesiones. La nueva Administración estadounidense no es partidaria del bloqueo ni del aislamiento como sus antecesoras, de ahí que haya levantado algunas restricciones que pesaban sobre Cuba como el envío de remesas y los viajes de norteamericanos con raíces cubanas a la Isla. Arturo Valenzuela, responsable de la política de EE. UU. para el continente, definió la situación en Honduras como “un clásico golpe de Estado”. Esta declaración deslindaría cualquier participación de su país en los trágicos sucesos del 28 de junio. Muchos analistas especulan que la Casa Blanca o el Pentágono tuvieron alguna participación porque el embajador estadounidense fue notificado de las intenciones de los conspiradores. El que el diplomático se haya reunido en privado con los golpistas no quiere decir que haya respaldado su decisión. Además los rumores (de golpe) eran vox populi en Honduras y solo Zelaya confiaba en que no se produciría tras separar al general Romeo Vázquez, quien fue cesado por negarse a distribuir material electoral relacionado con la consulta a la polémica Asamblea Constituyente -por la que luego fue depuesto el presidente.

Para los que creen en la conspiración norteamericana, sobre todo por su historial plagado de intervenciones, debemos decir que la doctrina del presidente Obama no avala golpes militares. El único golpe que Washington podría respaldar sería uno netamente popular como el que se produce para derribar a una tiranía. El caso más notorio es el de Irán, donde el régimen teocrático ha reprimido violentamente las protestas de miles de estudiantes que consideran que hubo fraude en las elecciones presidenciales. Desde que comenzó la violencia en Teherán, Estados Unidos ha apoyado a los manifestantes –la generación nacida tras la revolución islámica de los Ayatolás- porque reclaman mayores libertades.



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