Crisis política en Perú: la bipolaridad del Gobierno y la derogación de los decretos legislativos
Por César Reyna
En pocas semanas el Ejecutivo ha oscilado entre dos extremos: la intolerancia y la conciliación. Esto se debe, indudablemente, a la inestable personalidad del presidente Alan García, quien no conoce de centros o puntos medios sino de absolutos e inflexibilidades. Eso lo sabemos bien los peruanos que lo sufrimos en su gestión anterior pues fuimos testigos de sus arrebatos y necedades. Algunos sostenían que en algún momento debían aflorar los sentimientos encontrados de García, sobre todo después de la fallida de incursión en Panamericana Televisión. Pero hacía falta una crisis interna para derribar los autocontroles que se había impuesto. Gente de su círculo dice que no duerme mucho y toma sedantes para conciliar el sueño. Sean ciertos o no esos rumores, lo concreto es que estamos a merced de un mandatario que reacciona vehementemente cuando le mencionan la palabra ‘crisis’.
El conflicto en la Amazonía lo pinta de cuerpo entero a él y a algunos miembros de su Gabinete como la ministra del Interior Mercedes Cabanillas, quien se dejó avasallar por García para imponer el orden en la selva. La presunta ‘guapeada’ del presidente la convirtió en una criatura irascible cada vez que los periodistas le preguntaban por qué salió mal el operativo de Bagua.
El problema en la selva sólo se ha contenido porque los dirigentes nativos dicen que han pactado una tregua. La paz con ellos depende de los resultados de la Mesa de Diálogo y el cabal cumplimiento de los acuerdos que se logren en dicha instancia. El Gobierno ha dicho que acatara los consensos logrados por las partes para poner paños fríos a la situación. Esto puede verse como una delegación de facultades del Ejecutivo pues compartirá la potestad de dirigir la política interna. Ahora ya no la ejerce de manera exclusiva sino a través de sus delegados, encabezados por el primer ministro Yehude Simon. La cesión de poder no es negativa para el país porque está ajustada a la ley, es decir, al Convenio N° 169 de la OIT. Aunque claro, dicho instrumento dice que las autoridades deben consultar con las comunidades -cuando den leyes o resoluciones administrativas que afecten su modo de vida- y no que las prGopuestas de éstas sean vinculantes para el Estado. Lo obligatorio para el Perú es la consulta previa, pero no las peticiones que provengan de los pueblos indígenas. El Gobierno, de todos modos, ha ido más allá del propio Convenio al reconocerle competencias no establecidas a los nativos.
Esto nos coloca en un nuevo escenario de la vida republicana, y muchos no parecen haber reparado en ello, ya que por primera vez el Gobierno central dialogara en pie de igualdad con el sector más olvidado de la población. El cambio de actitud nos parece positivo porque fomentará la participación democrática de grupos tradicionalmente marginados. Si el clima de discusión y distensión prospera, es posible que en las próximas elecciones los nativos cuenten con representantes en el Parlamento y otras instituciones como los gobiernos regionales y municipales. Así habría una verdadera redistribución del poder y una mejor forma de canalizar las demandas populares. El Congreso, tan vapuleado en los últimos tiempos, ganaría algo de legitimidad pues les asignaría un determinado número de asientos en el hemiciclo.
Esta incipiente democratización no ha nacido de las urnas ni del proceso de regionalización, sino del conflicto entre las provincias del interior y el poderoso centralismo limeño. Los lamentables incidentes de Bagua han propiciado un acercamiento que al inicio fue involuntario por parte del Gobierno. El premier Simon estaba maniatado porque García no lo dejaba negociar libremente con los líderes de Aidesep (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana). No fueron las horrendas muertes de policías y nativos las que provocaron el viraje del presidente, sino la inusitada repercusión internacional de la protesta. García jamás calculó que los sucesos trascendieran tanto. Por eso esperó unos días para analizar la reacción de la prensa y algunos organismos internacionales para tomar una decisión al respecto. Él confiaba ciegamente que la matanza de los agentes del orden le restaría legitimidad a la causa indígena pero no fue así. En lugar de disminuir o disiparse; crecieron las muestras de solidaridad y apoyo al movimiento amazónico. En vano fue decretar el toque de queda pues los indígenas no depondrían sus acciones de lucha. Estaban dispuestos a todo, inclusive a morir, hasta que el Gobierno cediera.
La tensión en la selva no podía continuar porque sólo debilitaba a la clase política (y a los pobladores de las ciudades incomunicadas lógicamente, pero eso no le interesaba mucho al Gobierno). Si la crispación se prolongaba demasiado las agencias calificadoras de riesgo y bancos multinacionales rebajarían la calificación del Perú (incrementarían el riesgo país). El bloqueo indeterminado de carreteras y vías fluviales, y el abandono del personal que trabaja en estaciones gasíferas y petroleras hubiera perjudicado la “buena” imagen del país.
Si algo preocupa verdaderamente a García es la percepción de los principales agentes económicos pues gobierna esencialmente para ellos. Más le interesa la aprobación de éstos que los índices de popularidad porque siempre ninguneo al pueblo. Para García Pérez el pueblo no es más que la masa que debe moldear porque no sabe dirigirse. La gente de a pie, según él, no sabe lo que quiere ni lo que le conviene. Son “desconcertadas gentes”, en palabras de Don Nicolás de Piérola. Él solo dialoga directamente con los grandes inversionistas, pero no porque estén a su altura, sino porque los necesita para viabilizar su proyecto político, expresado en los artículos del perro del hortelano. Como el Estado ya no puede hacer empresa ni dar empleo debe pactar nuevamente con los empresarios, –como lo hizo a mediados de los 80-, para dinamizar la economía.
Bajo la inmensa presión de los últimos días García debió retroceder. No había dado un paso semejante desde la frustrada estatización de la banca. Era peligroso mantener vigentes los decretos 1090 y 1064 porque nos hubiera llevado al borde de la ruptura social. Ese escenario parecía inevitable hasta hace un par de semanas pero el Ejecutivo entendió que no podíamos continuar así. La incertidumbre ha derribado administraciones en todos lados, y la suya no iba a ser la excepción. García estaba acorralado y no le quedó otra alternativa avalar la postura concertadora de Yehude Simon; fue lo más sensato dadas las circunstancias actuales. La represión no iba a funcionar en este caso, y menos cuando el Gobierno podía ser acusado de genocidio y otros delitos de lesa humanidad.
Durante el debate de la derogatoria de los decretos casi todas las fuerzas políticas se echaron para atrás menos la derecha cavernaria encarnada por Unidad Nacional, la agrupación que lidera Lourdes Flores. Por lo general la derecha no es buena consejera en tiempos difíciles porque apela a recuperar el orden a como de lugar. Sacar al Ejército a las calles es muy fácil, pero, ¿de ahí quién se hace responsable por las bajas civiles que ocasiona? ¿Estarían dispuestos a asumir la instalación de una nueva Comisión de la Verdad, o ser enjuiciados por delitos de lesa humanidad ahora que la Corte Suprema valida la teoría del autor del dominio del hecho[1]? Creemos que no.
Para terminar, Yehude Simon será interpelado[2] la próxima semana al igual que la ministra Cabanillas. Es probable que abandone la PCM (Presidencia del Consejo de Ministros) antes del mensaje presidencial de 28 de julio. La bancada aprista, obligada a retractarse (defendía la validez de los decretos, postura que crispó los ánimos de la población amazónica), no evitó la presentación del jefe del Gabinete en el Congreso. Como Simon no es aprista -si no un colaborador ajeno al partido-, no tenían por qué respaldar su posición de derogar los decretos para enviar una señal de buena fe a los nativos. Los oficialistas nunca aceptaron su liderazgo ya que cuando acudió al Parlamento a presentar el plan de pacificación y desarrollo del VRAE[3] abandonaron abruptamente sus curules. Simon tuvo que enfrentar en solitario los embates de la oposición porque osó atender las demandas de los dirigentes amazónicos. Eso le valió el repudio de los congresistas del Apra, quienes creían que Simon había abierto una ventana para la derogatoria de un conjunto de decretos aprobados para implementar el TLC con Estados Unidos. Los apristas presentían que estaban por perder algo que no les sería muy fácil devolver. Quizá era algo del mismo color de la Amazonía que pretendían vender.
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[1] Esta teoría, desarrollada por la doctrina alemana, sirvió para condenar en primera instancia a Alberto Fujimori por las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta y por dos secuestros agravados.
[2] Tendrá que responder por la sangrienta intervención en la ciudad de Bagua (Amazonas), por la toma de Panamericana Televisión y por la parcialización de TV Perú, la televisora estatal que da cabida a personalidades afines al Gobierno.
[3] Valle de los ríos Apurímac y Ene, donde todavía resiste una columna de Sendero Luminoso asociada a los carteles del narcotráfico.
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